“Cada día deseo morir, pero mientras viva seguiré luchando por comprender este dolor tan tremendo”
Hay lugares en el mundo tremendamente difíciles. Esos en los que el dolor es inaguantable, donde la crueldad es intolerable y la vida, una auténtica labor de supervivencia. Hablamos de ellos a menudo, leemos noticias; vemos imágenes, pero casi siempre nos toca de lejos. En muchos casos la distancia levanta muros insalvables, construcciones internas que nos ayudan a protegernos del dolor. Es físico y es humano, nada más que una reacción natural.
Hace 15 días comenzamos un proceso de convivencia con Julián. Dos semanas en las que hemos vivido a su lado momentos de toda clase: de euforia, de profunda tristeza; de motivación desenfrenada y noches de hasta 15 horas de sueño. Julián sufre una depresión desde hace años, además de trastorno obsesivo-compulsivo (TOC). Su mente es uno de esos lugares difíciles. Su dolor es invisible, aparentemente inexplicable, ni siquiera él puede comprenderlo.
El camino de Julián
“Me voy conociendo poco a poco, pero no puedo entender por qué me pasa esto. A veces pienso que es el destino, que me tocó esa lotería, pero otras me culpo, lloro a solas durante horas e intento buscar los motivos”. Julián es una de las miles de personas que sufren problemas de salud mental y que han visto como la pandemia los ha agudizado: “El confinamiento fue insoportable. Mi TOC empeoró, no podía parar de limpiarlo todo a todas horas, me lavaba las manos 50 veces diarias. No sé si habría aguantado mucho más encerrado en casa”, recuerda.
Vive solo, asiste a terapia dos veces por semana y no tiene demasiado contacto con los demás. El primer día nos encontramos a la salida de la consulta. La distancia de seguridad se ve agudizada en su caso. “Por el virus y por costumbre”, afirma. Le cuesta, incluso, mantener la mirada más de unos pocos segundos. Con estudios universitarios y una extensa experiencia laboral, ahora se encuentra de baja.
En los ojos de Julián se atisba demasiada melancolía, asegura recordar a menudo su infancia y buscar en ella los motivos de su amargo proceso: “Una de mis obsesiones es entender por qué me pasa esto. Te lo repetiré mil veces. Busco respuestas desde hace años. Las sesiones con el psicólogo me ayudan, pero lleva tiempo”. Los primeros días son un vaivén de emociones, incluso para nosotros. Los momentos de Julián son oscilantes, todo puede cambiar en cualquier momento por, como dice, “pensamientos puntuales y sensaciones alternativas que me trasladan a la tristeza. Puede durar horas o semanas, no puedo controlarlo”.
Todo en orden
Almorzamos fuera de su casa durante las dos semanas, prácticamente no la pisamos más que para conocerla. La única visita fue el tercer día. El orden allí es objetivamente perfecto. La limpieza, exhaustiva. Todo reluce. Julián nos pide que intentemos no tocar demasiadas cosas al tiempo que nos transmite sus disculpas, sabedor de que su petición podría generar algo de confusión. Hemos hablado durante horas estos primeros días y hemos conseguido descifrar algunas debilidades, pero es demasiado pronto para comprenderle. “Soy un bicho raro, lo tengo claro, pero mi bienestar depende, entre otras cosas, de que todo esté en orden y limpio. Y quizás suene egoísta, pero mi bienestar es lo primero para mí, ya lo he pasado demasiado mal”.
Es domingo, se cumplen seis días de convivencia. Relativa, sí, porque Julián nunca cena fuera y, no permite que nadie duerma en su casa, pero compartimos doce horas diarias y cada día nos traslada sus sensaciones. Hoy hemos quedado a las once de la mañana, algo más tarde de lo habitual, pero no nos veremos hasta las tres de la tarde. Su móvil permanece apagado toda la mañana. Recibimos su llamada a las dos de la tarde: “Me he dormido, perdona, a veces pasa”. Más tarde nos confiesa que su sueño es irregular, porque la medicación le provoca una somnolencia constante y que muchos días ni siquiera es capaz de levantarse de la cama. “Es difícil que alguien entienda que pueda dormir 15 horas seguidas, pero así es. Necesito hacer esto visible, por eso acepté vuestra propuesta”.
Ciertamente la visibilidad de los problemas de salud mental es una tarea pendiente en nuestra sociedad y aun más en nuestros días, en los que los problemas relacionados con el estrés, la ansiedad y la depresión se han visto amplificados por la pandemia. “El sueño es mi refugio, allí descanso la mente porque cuando estoy despierto sufro mucho, mi cabeza está generando constantemente pensamientos absolutamente incomprensibles, incluso para mí. A veces me llevan a la esperanza, pero muchas otras me conducen a la mayor de las miserias. Por eso leo constantemente artículos y libros relacionados con la salud mental. Intento saber por qué, pero creo que moriré sin conseguirlo”.
Estremece escuchar a alguien hablar así. Y estremece porque sus palabras y su firmeza revelan la interioridad de una persona atormentada. Podemos achacarlo a reacciones químicas, a los demonios internos o a la conciencia, pero, sin duda, resulta injusto, al tiempo que incontrolable.
Sin ganas de continuar
A punto de cumplirse las dos semanas de charlas, Julián nos confiesa algo aterrador: “Cada día deseo morir. No tengo ganas de vivir, pero mientras lo haga, seguiré luchando por comprender por qué siento este dolor tan tremendo, por qué mi mente es a veces como una hormiga y otras, las más, como una manada de caballos salvajes. Quiero luchar por mí, pero daría todo para que esto terminara”.
Durante nuestra despedida, en la que prometemos mantener el contacto y nos deseamos la mejor de las suertes, Julián se emociona profundamente y nos agradece haber compartido tantas horas de conversaciones. “Porque estoy solo, no significo nada para nadie y no tengo a nadie que me escuche de este modo. Gracias de verdad”. Lo que comenzó como una oportunidad periodística, la de recabar información y conocer cómo vive una persona con problemas de salud mental, se ha acabado convirtiendo en una experiencia vital, en una clara oportunidad de visibilizar que, en ocasiones, por muy brillante que sea el envoltorio, el interior puede estar corrompido y ser uno de esos lugares difíciles, uno de esos en los que el dolor es inaguantable, donde la crueldad es intolerable y la vida, una auténtica labor de supervivencia.