Los últimos años de André Breton
«Sólo sé que no hay que ceder ni una parcela del dominio sensible». Radovan Ivsic
La editorial Árdora acaba de editar Recuérdelo, recuerde bien todo del croata Radovan Ivsic. Este autor sigue siendo un gran desconocido en nuestro país. No en Francia donde ya se había publicado este mismo volumen en la editorial Gallimard, en el año 2015 y, años atrás, otras muchas de sus obras poéticas, teatrales y ensayísticas como Poèmes, Théâtre, Cascades o À tout rompre.
Este libro no es un diario pormenorizado sino un compendio de los recuerdos más significativos de su aproximación y convivencia con el grupo surrealista de Paris, correspondientes a los últimos lustros de vida de André Breton. La obra se inicia, como no podía ser menos, con una cadena de azares que le llevan a su autor a conseguir escapar en 1954 de la Yugoslavia titista y poner rumbo a París. Una de estas primeras coincidencias se produjo durante un viaje en tren, en el que coincidió con una pareja de suizos y a la que, hablando de una célebre encuesta realizada a 40 poetas del momento, Radovan Ivsic les indica su interés en concreto por una de esas respuestas. El azar quiso que uno de los interlocutores con los que estaba hablando resultara ser ese mismo poeta cuya respuesta Ivsic había señalado: Jacques Vichniac. Vichniac iba a ser quien más adelante le ofrecería ponerle en contacto con escritores y pintores parisinos pero Ivsic, dada su «alergia a los literatos» prefirió contactar con anarquistas, trotskistas y antiestalinistas. De ese modo, una vez que Ivsic consiguiera salir de Yugoslavia y llegar a la capital francesa, conoció a Benjamin Péret, quien, a su vez, le puso en contacto con André Breton. La magia estaba servida.
¿Qué conocerá el lector Recuérdelo, recuerde bien todo sobre Breton y sus allegados en esos últimos años de vida? Bastante: sus últimos objetos, construidos y encontrados, que pide a Ivsic que les fotografíe; sus últimas conversaciones y preocupaciones como los provos holandeses, la cuestión de la mujer, la deserotización de la realidad –que tanto influiría más adelante en la obra de Annie Le Brun-, sus últimos deseos como el de ser «enterrado de pie dentro de un reloj» –deseo no incluido en su testamento- o la cuestión del porvenir mismo del surrealismo, y por supuesto los juegos que seguía realizando con los amigos y amigas del grupo surrealista, llegando Ivsic a sugerir que en su última etapa, los juegos con los objetos y el lenguaje, o aquellos basados en la realización automática de dibujos ciegos eran una forma que Breton tenía para medir sus propias capacidades mentales, afectadas ya por la edad en esos años. No está de más recordar al respecto que Breton siempre se había interesado por la psiquiatría; en su juventud, por ejemplo, se matriculó en la Facultad de Medicina y en 1916 trabajó como enfermero militar en Nantes.
Asimismo el libro ayuda a entender el difícil encaje que un movimiento como el surrealismo tuvo en los círculos literarios y políticos de esas décadas. Tengamos en cuenta que a partir de los años 50 el surrealismo se había vinculado claramente con el pensamiento libertario y de algún modo había quedado eclipsado por una corriente filosófica que, tras la Segunda Guerra Mundial y oponiéndose a las filosóficas imperantes, comenzó a adquirir mucha fuerza entre los círculos de izquierda: el existencialismo.
Pero por otro lado, en esos años surgió también otro movimiento filosófico rival, basado en las ciencias sociales, que también había adquirido cierto auge: el estructuralismo, en cuyos inicios su principal representante fue Michel Foucault. Es en ese contexto de gran desconcierto ideológico en el que se fue abriendo paso el surrealismo pero no como un movimiento literario ni como una corriente filosófica del pensamiento sino más bien como una cosmovisión, como un movimiento claramente emancipatorio, lo que muchos intelectuales no supieron, o no quisieron, entender en toda su magnitud.
En ese sentido Radovan Ivsic recuerda que en 1966 en una de las habituales tertulias del grupo y ante los halagos de Jean Schuster hacia el libro Las palabras y las cosas, un libro de Foucault editado ese mismo año y de referencia para muchos marxistas, André Breton le manifestase humildemente: «a nosotros, ¿qué nos importa ese libro?».
Otro elemento a tener en cuenta es la condición de extranjero del autor, al igual que les sucedió a otros autores como Paul Celan o Gherasim Luca (aunque este último nunca obtuviera la nacionalidad francesa), condición que, entre otras cosas le impidió firmar muchos de los manifiestos de intelectuales de aquellas décadas. Hay que destacar también su relación con Annie Le Brun –con quien inició una relación y compartió actividad en la editorial Maintenant- y con la pintora surrealista Toyen, con quien tenía en común, además de ser surrealista, el hecho de proceder de países sometidos a dictaduras estalinistas. Otro aspecto interesante que aborda esta obra es el de los posicionamientos políticos de André Breton quien, dada su postura antifascista había tenido que huir de Francia en 1941 tras la ocupación nazi del país porque su vida peligraba.
El autor de Recuérdelo, recuerde bien todo pone de nuevo sobre la mesa el compromiso político al mencionar que en 1960 Breton fue uno de los firmantes del célebre Manifiesto de los 121 contra la guerra de Argelia. Pero como temía represalias por parte de la extrema derecha y siguiendo el consejo de algunos de sus amigos se vio en la necesidad de abandonar su casa de Rue Fontaine para alojarse durante un periodo en casa del propio Radovan Ivsic. Cuando se escribe u opina sobre André Breton deberían tenerse en cuenta sucesos como este.
Especialmente emotiva es la parte correspondiente a sus últimas semanas de convivencia con Breton en Saint-Cirq-Lapopie, desde donde éste recuerda un Paris «donde sólo hay enemigos» y que «nunca volveremos allí». Hacia el final del libro el autor rememora cómo los problemas respiratorios de André Breton se fueron agudizando; éste ya había advertido que la aproximación de su muerte guardaba estrecha relación con el derribo paulatino del edificio de la alcaldía del pueblo. Y efectivamente, cuando el edificio fue derribado del todo su salud empeoró de forma irreversible, hasta el punto de tener que ser trasladado a París en una ambulancia. Lo hizo acompañado por el propio Radovan Ivsic, quien describe la siguiente escena: en uno de los descansos de ese breve traslado André Breton se apeó y le dijo: «¿Cuál es la verdadera envergadura de Lautréamont?» para después, tras haber reanudado la marcha, poner la mirada fija en el atardecer. Telón final.
En definitiva este breve libro aporta datos importantes que ayudan a conocer más acerca del funcionamiento interno del Grupo surrealista de París pero sobre todo a reconstruir la verdadera figura de alguien tan vilipendiado y malinterpretado como André Breton. Pero los gestores culturales y críticos literarios que desde siempre han querido convertirle en «el Papa del surrealismo» o en un «poeta» -un reduccionismo a todas luces simplista-, obviamente, siguen sin haberlo leído. Sin duda este libro viene a derribar esas y otras falsificaciones y contribuye a que el lector se haga una idea más certera de quien fue André Breton y de su compromiso inquebrantable con la libertad.