El instituto que se rebela contra una cuarta gasolinera sobrevive entre glorietas, naves industriales talleres mecánicos e hipermercados
Es la historia de un paseo, pero también una clase de urbanismo sobre el terreno –entre otras cosas porque habla de un modelo muy ligado a la historia de Santander–.
Es también un conocer in situ el terreno, el barrio en el que se encuentra el instituto de educación secundaria Cantabria, cuya comunidad educativa se ha alzado contra el proyecto de la que sería la cuarta! gasolinera en la zona. Está, además, literalmente al lado de las aulas.
Bajamos hacia La Albericia y ya de la que se enfila la primera de las rotondas, de la que se baja la cuesta, se empiezan a ver cosas.
En las tiendas más a pie de calle los carteles de se vende o se alquila ya amarillean (el Bolillón, que llegó a tener programación de conciertos, una tienda de ropa, una panadería o una llamativa tienda de timones de barco…, aunque sobrevive, al fondo Floristería Hortensia).
Pero eso no significa que no haya actividad económica, ni mucho menos: el área en general tiene mucha presencia empresarial. Pero más industrial que del día a día. Al principio, si bajas, a mano izquierda, ves lo que parecen parques empresariales, pero en realidad no con oficinas, abundan las tiendas de pintura y los talleres mecánicos, muchos talleres, será una constante en este recorrido en el que por haber hay hasta concesionarios de coches.
No es la única actividad que implica movimiento de coches que vemos: la tendencia al reparto a domicilio se traduce en el reparto de una pizzería sin que esté ahí la propia pizzería y una empresa de paquetería.
Detrás de esa primera fila con una estética más de oficinas asoman ya, en la trasera, lo que son auténticas naves industriales, frente a pisos o casas, algunas antiguas, de las de fachada con baldosa o azulejo, otras, interiores, más cuidadas y reformadas.
Los usos empresariales impregnan hasta lo que a primera vista parecerían comercios normales: una tienda de uniformes u otra de moda motera.
Llegamos a la siguiente rotonda, la que nos llevaría a mano izquierda a la zona donde estaba El Diario Montañés –asoma aún su logo–, en un área totalmente poligonera ya, cerca de donde ETA puso la bomba; enfrente nos saldríamos ya de la ciudad y a mano derecha la calle Repuente, que es adonde vamos porque vamos al instituto Cantabria.
Las rotondas –y las gasolineras- encajonan la calle en la que se encuentra el instituto. Nos apuntamos ya la primera.
De camino, más naves, y mucha tienda de pintura. Mucha pintura, más de la que necesitaría cualquier barrio para un uso diario, que asoman frente a alguna vivienda, alguna casa encajonada.
El propio instituto, con una pancarta que alude a la reivindicación contra la gasolinera, está enfrente de un taller de coches, una fábrica de muebles y una tienda de bicicletas (y enseguida se ve que son la parte visible de otro polígono que se extiende por la parte de atrás, con más naves en segunda línea).
Enfrente, como debería haber en cualquier instituto que se precie, una bocatería, “de luxe”. Pero sigue sin ser una zona convencional: la propia bocatería –da la sensación de ser de las buenas, el indicador siempre es la cercanía a un centro educativo– está entre dos talleres: uno de coches y uno de motos.
No todo son talleres (coches, motos, bicis) en la zona: también hemos visto al menos una tienda de ventanas, otra de material de jardinería y una de transformación de plásticos, este frente a una casa.
Decíamos que no todo iba a ser talleres: también hay varios supermercados (Primark, Lidl, Lupa) Incorrecto: será más apropiado decir que son hipermercados, de los de aparcamiento grande. No parece que sean un sitio de los de compra diaria y bolsa en mano. Tanto antes como después del instituto.
La famosa parcela de la gasolinera está literalmente al lado. Está en obras (ruido, polvo), y antes, cuando la dejó Frypsia, estuvo vacía (suciedad, botellas). Detrás, a lo lejos, se yergue la vacía Residencia Cantabria.
Es allí donde me cruzo con una de las profesoras del instituto, que me traslada la fuerte preocupación de la comunidad educativa: en una ciudad en la que todos somos primos o compañeros de clase es, literalmente, compañera de clase del pasado, de cuando íbamos a un centro que estaba entre casas, pisos, tiendas, estancos, farmacias, boleras y hasta parques, en lugar de entre talleres mecánicos, naves, hipermercados y tiendas de pinturas.
Después de un par de hipermercados veremos al fondo otra rotonda (que nos llevaría o a la S-20 o a Los Castros–, y dos gasolineras, una enfrente de la otra.
Paradójicamente para ser una zona con tanta rotonda, gasolinera y talleres, no puede hablarse de que la movilidad, entendida en sentido amplio, sea su fuerte. La conexión con el resto de la ciudad es la parada del 6, una línea circular que pasa cada media hora. Hay que subir hasta Los Castros para encontrar algo más de variedad de líneas: la 7 y la de Monte, muy lejos del centro en el que el constante paso de líneas como el 1 o el 2 recuerdan casi más a las frecuencias del centro.
Y alguno que conoce el centro nos recuerda que, pese al dominio del coche, aparcar tenía lo suyo: en su momento los profesores lo intentaban en alguno de los hipermercados varios y el truco era hacer alguna compra, porque enseguida se dieron cuenta y exigían comprar algo para aparcar. El resultado, bricks de tomate frito acumulándose en las casas (lo que estaba más a mano según se entraba).
Ni comentamos los carteles que, bajo la preocupación por la situación de la educación que docentes y familias conocen de sobra, esconden otra cosa, o los carteles pro-Franco. Seguramente quien los pintó desconoce lo oportunos que resultan, aunque por otro motivo: toda la zona encaja como un guante en la definición del modelo de ciudad “orgánica” por el que apostaron los gestores de la dictadura que además aprovecharon el solar en el centro que dejó el fundacional incendio del 41.
El modelo apostaba por un centro urbano y cercanías en el que se concentraba el poder político, religioso y militar –en esa época, una redundancia– o la actividad comercial, dejando para las afueras todo aquello que sobraba: las viviendas baratas o protegidas, las clases populares que vivían en el centro cuando el incendio y que nunca volvieron pese a la reconstrucción porque ya no encajaban en ese modelo de ciudad, o actividades como una industria. Y, y eso es lo grave, hasta un instituto.
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