El precio a pagar
¿Qué fue de tu vida? Cuanto tiempo, no sabía nada de ti ¿Cómo te va? Y de repente todo ese tiempo se agolpa en forma de palabras que salen en tropel. Una mezcla de ilusión, nostalgia, compensación, reencuentro, que se intenta colocar entre el espacio que os separa. Hablas tan rápido, como si no quedara tiempo y uno de los dos se tuviera que ir. Como si el tiempo o la vida no nos pertenecieran, como si tuvieran sus propios códigos y a nosotros no nos queda otra que dejarnos llevar. Sumisos a su dictadura. El regusto de culpa y justificación acompaña nuestras palabras que se gestionan enormes a la hora de mostrarse, tan grandes que no nos caben en la boca, que sentimos un poco ese síndrome del impostor. Las acompañamos con la solemne promesa de no dejar que vuelva a pasar tanto tiempo. Durante un instante te lo crees realmente. Luego, sin saber porqué, a medida que te alejas, la intensidad se va diluyendo como un azucarillo en el agua. Tragas saliva y ahí queda la duda en el aire de si volverás a verle. Tal vez se repita la escena con la misma intensidad y de la misma manera que llegó se esfume.
Nos sucede con un viejo amigo, con un viejo amor, con un viejo…Cómo si todo lo que se hace viejo perdiera valor, o solo lo acumulara en el espacio del recuerdo. ¿Sucede algo parecido con las guerras? ¿En el momento en el que se hacen viejas pierden interés? ¿Nos acostumbramos en seguida a normalizar su dolor convertido en ausencia? ¿Dónde quedó esa fuerza que nos unía al impacto provocado? ¿Qué pasó?
Es como si nada dejara el suficiente poso en nosotros que merezca la pena quedarse. Ni siquiera el dolor, o aún menos, el dolor. Nada permanece el tiempo suficiente en nosotros como para pasar el primer nivel de nuestra piel y meterse un poco mas adentro. La piel se eriza, la lágrima aflora, resbala por la mejilla, se precipita al vacío… y ya. ¿Demasiados estímulos o distracciones que nos nos dejan prestar atención, la suficiente atención como para permanecer? La distancia hace el resto. Pero, a diferencia de esos dos amigos que se reencuentran, la distancia se presenta de múltiples maneras, no es solo física. Capas y capas de realidad se empiezan a interponer entre el primer impacto y nuestra primera reacción. Y así cada vez nos parece mas lejano todo, tanto como si no existiera o fuera el reflejo de un reflejo. La copia de la copia.
Quizás siempre ha sido así, pero lo cierto es que el proceso ahora se acelera exponencialmente. ¿Cuál es el motivo? ¿Acaso hemos convertido el dolor, la solidaridad, el amor o la amistad en objetos de consumo? De ser así, esa lógica ligada a la (in)satisfacción rápida e inmediata, de “estar a la última moda” y desechar lo que hace una lágrima nos provocaba la mayor de las desazones, lo devora todo, desde Ucrania hasta Gaza, del callejón a tu puerta.
Tal vez, como nos recuerda Deborah Lupton, «las relaciones entre la gente, las cosas y los lugares está a menudo saturadas de emoción» y esta emoción es utilizada para que consumamos cada vez más, sin parar; hasta acabar metiendo las emociones y los sentimientos en pequeños “packs desechables”, que nos presentan los mismo de diferente manera.
La guerras viejas ya no interesan, pierden nuestro interés bajo esa lógica del consumo que se ha convertido en el eje de las relaciones sociales, de como nos relacionamos entre nosotros y como lo hacemos con la realidad que nos rodea. El amor, el sexo ¿Por qué no la guerra?
Mientras escribo me entra un mensaje de Jose Vicente Carro Cabanillas, un viejo amigo curtido en mil batallas y que ahora esta en mitad de una evacuación:
“A Konstantinovka como primera parada, luego Kramatorsk y Bakhmut. En este momento suenan las alarmas que alertan de los bombardeos. Ver los rostros de las niñas y niños, abuelas o madres, que se despiden de sus vidas presentes y afrontan un futuro incierto como refugiados en Europa, es muy duro. No les queda otra opción; la guerra en Ucrania continúa y el avance ruso rompe familias, causa destrucción y muerte”.
Hace semanas que retomamos el contacto como esos dos viejos amigos que tropiezan de nuevo y se preguntan ¿Qué es de tu vida? ¿Cuánto tiempo, no? ¿En qué andas ahora? Me contaba que sigue en Ucrania, llevando a cabo evacuaciones y traslado de personas a zonas seguras, o alejándolas del horror de la guerra, o haciendo lo que puede en mitad de ese horror. Que cada vez está peor todo, que cada vez ve con mas crudeza los efectos de la guerra, las familias destrozadas, como los edificios reventados a mortero y cañonazos, la ciudades y los pueblos reducidos a escombro. Cada vez peor. Qué no entiende, como nunca lo ha entendido, que ya no llegue lo que allá se está viviendo, o que llegue, pero empiece a resbalar por esa capa impenetrable que cada día cuesta mas traspasar. Nos despedidos y con ese regusto de culpa le prometo que esta vez no dejaré que pase tanto tiempo, ni que la piel se vuelva mas dura. Que nadie tenga que pagar un precio así para conmoverme de nuevo.