La fuerza del NO
«La literatura es maravillosa, pero hay que perderle el respeto. Yo lo hago precisamente por lo que la quiero: creo que hay que tratarla de todas las maneras, incluso negándola. Cuanto más la niegas, mejor para ella, porque pierde esta respetabilidad, esa pomposidad… Siempre he querido hablar de literatura con otros escritores como si charláramos de fútbol.»
– Enrique Vila-Matas
Al contrario de lo que podría suponerse, en algunos contextos, la negación tiene un potencial revolucionario, subversivo, capaz de ampliar, redefinir, o expandir los límites, las fronteras de aquello a lo que niega. Incluso de darle una vuelta para que recupere el horizonte perdido, la fuerza transformadora que un día tuvo, la pureza, la verdad de los principios que son capaces de creer que todo es posible, aunque luego no lo sea, eso es lo menos, lo importante es creer en ello, no perderlo por el camino. Ese “todo es posible” de la primera frase, del primer verso, de la primera pincelada, del primer acorde que ya son sin reconocerse en ellos. Que al desprenderse de tu boca se deslicen por la piel elegida, sea aire, o superficie; en el primer contacto con la realidad que lo hace tangible. Ese primer impacto que hace que lo abstracto se materialice, que lo imposible se haga realidad, como el primero pensamiento convertido en palabra, o incluso antes, como ese antes convertido en pensamiento. Pura alquimia. Cuando pasa de un universo a otro como si fuera un viajero ínter-dimiensional:
“Así el verbo se hace carne, la carne se hace a verso, el verso se hace a calle y la calle es el momento en que explotan los detalles, en que el nadie se hace alguien, en el que alguien se hace eterno, justo antes de morir, para renacer de nuevo”
Y así el silencio deja de serlo, el vacío se llena en huecos, lo invisible se muestra, para darnos cuenta que hay un sueño agazapado, latiendo, como espacio intermedio entre lo que vemos y olvidamos, entre lo que sabemos y lo que negamos. Entre cada lado del espejo que atravesamos sin darnos cuenta. Y así el arte se abre paso para cuestionar el “estatus quo”, para mostrarnos que el absurdo de las normas que lo reducen a su mínima expresión. Y se rebela frente a la ansiedad que no lo deja habitar la habitación tranquila, la intimidad, para poder dar lo mejor de si a través de quien lo convoca: El escritor. “El mundo está lleno de escritores que escriben agotados en su tiempo libre en ruidosos e incómodos rincones de cuartos, interrumpiendo su tarea a fin de trabajar para otros, etc., etc., y solo los que tienen una ardiente convicción consiguen salir adelante. A la vista de los obstáculos psicológicos de los escritores de esta época, esta despiadada supervivencia del más duro no es del todo justa, tampoco.» nos recuerda Patricia Highsmith1
¿Recuerdas ese primer momento en el que tu palabra se hizo verso, tu pensamiento pincelada, en que te inventaste otra forma de decir cada palabra? Algo así como darle forma una parte de tu alma. Cuando lo que escribías era solo para ti por esa necesidad de dejarlo salir sin mas juicio que el No juicio, sin mas filtro que el No filtro, sin mas servidumbre que la No servidumbre. ¿Lo que sentías en ese momento? Es como si todos los que vinieron después fueran solo un intento de recuperarlo, de rastrear lo que de él queda, de rescatarlo de tanta madeja que lo enreda, de tanta capa que sepulta. Es, como dice la autora, cuando trabajas para otros, cuando ese espacio deja de pertenecerte porque lo has vendido, porque los has cedido, porque lo has perdido, porque te lo han arrebatado. Porque lo han invadido quienes nada tienen que ver contigo, por lo menos con esa parte de ti que fue capaz de crear algo tan grandioso que te permitió darte un sentido. Es cuando al arte se le pone precio, cuando dejas que forme parte del sistema, de sus normas, de sus lógicas, de sus ansiedades, de su competencias y sus competitividades. Y, poco a poco, se va muriendo, lo van matando, va suicidándose, te va(s) consumiendo. Y que pena que solo sobrevivan los mas fuertes.
Queda la curiosidad de qué hubiera sido si sobrevivieran o, aún mejor, si “sobremurieran” todos, de hasta dónde habría llegado cada verso, cada nota de música, cada pincelada. Por eso, quizás sea hora de perderle el respeto a tantos sillones y a quienes les ocupan con la única pretensión que dejar que todo siga así, que cambie algo de vez en cuando para que todo siga igual. Esa lógica gatopardiana que encierra el arte en los museos, que convierte la poesía en el attrezzo exótico para llenar silencios incómodos en lugar de incomodar. La literatura en la pomposidad que se reserva el derecho de admisión solo a quienes forman parte de esa monstruosa maquinaria. Y así, quererla menos, o incluso No quererla, negarla, para quererla mejor. Para quererla de verdad. Y es que es como decía mi hijo: Papá; “Poesía NO”.