Experiencia de la muerte
“No sabemos nada de ese irse allá, que no comparte con nosotros. No tenemos razón, para mostrar admiración y amor u odio a la muerte, a la que una boca de máscara, de trágico lamento deforma extrañamente. Aún está en el mundo lleno de papeles que representamos. Mientras que nos preocupa si de verdad gustamos, actúa igual la muerte, aunque no guste. Pero cuando te fuiste, irrumpió en esta escena, una franja de realidad, a través de aquella grieta, por donde te marchaste: verde de verdad verde, luz de sol verdadera, un bosque de verdad. Seguimos actuando. Declamando la temerosa y lo duramente aprendido, y elevando gestos, de vez en cuando; pero tu existencia alejada de nosotros, apartada de nuestro drama, puede, a veces invadirnos, cayendo como un saber, de aquella realidad, de tal modo, que, arrebatados durante un rato, representamos la vida, sin pensar en el aplauso.”
(“Experiencia de la muerte”-Rilke, 1991 pág 131, Nuevos poemas, ed.Hiperión)
Diferentes culturas que nos muestran las diferentes formas que el ser humano tiene de relacionarse con la muerte, con la de sus seres queridos y con la suya proyectada en un futuro que siempre queremos colocar a la distancia suficiente para no detenernos demasiado a pensar en ella. Diferentes tradiciones que permanecen en el tiempo, que se solapan unas con otras en un mestizaje donde la Parca se viste con la ropa que esta sociedad de consumo le ofrece. A la moda de un “slogan” publicitario, de cuentos e historias adaptadas para poder ser consumidas y escenificadas. Una tanatoestética de la muerte impartida en cualquier lugar alejado del “duelo” real. Un intento de colocarla en un lugar manejable. Sometida a fetichismo de lo superficial la ubicamos donde nos permita construir la falsa ilusión de que controlamos aquello que no entendemos. Ese lugar “mas allá” de la razón. Y el ancestro aparece como holograma de un mundo virtual que poco a poco va suplantando al real.
Luego, cuando las velas se apagan, cuando las plegarias se recogen, cuando las coronas y ramos de flores se pudren, cuando el ritual finaliza, todo se guarda y se mete en el baúl de “hasta el año que viene”. Una cultura de la (no) muerte pasada por el tamiz de la caja registradora y por los innumerables “photocalls” que el milagro digital nos ofrece. La simulación de la muerte a golpe de “selfie”. La muerte convertida en una modelo de “Victoria Secret”. Es la banalización de la muerte en la liturgia del descreído; porque le arrebataron los motivos para creer, porque se siente engañado, traicionado, porque creó dioses de lo inmediato que respondieran a sus rezos, en forma de cumpliré tus deseos si renuncias a seguir preguntando, obedeces y pagas el precio. O, simplemente sin saber si hay o no un porqué. La tradición se convierte en espectáculo quizás por pura supervivencia. Y solo nos hacemos conscientes de la muerte cuando llama a nuestra puerta. Y es ahí cuando el ser humano tiende a buscar refugio, consuelo o respuesta en esa catarsis colectiva de ritual compartido.
En esta ceremonia de la confusión hay quien se separa más del grupo y otros menos. Sin embargo, la mayoría acabamos pasando, en mayor o menor medida, por el aro olvidando el porqué de todo esto. Y quizás esa sea la reflexión de fondo que podríamos hacer:La “celebración” de la muerte pierde su significado, o uno de ellos, aquel que buscaba un sentido a esa “experiencia de la muerte” independientemente de que su folklorización cambie. Un sentido mas profundo que nos haría ser más conscientes para intentar aprender a vivir la vida. Como fórmula para manejarnos con el dolor, con los miedos que nos genera la incertidumbre revelada en la pérdida de un ser querido, de una mala noticia. El mero acto de enmascarar la muerte forme parte quizás de la naturaleza humana.
Las religiones, las diferentes creencias buscan, necesitan darnos respuestas a preguntas que la razón es incapaz de atender. El existencialismo se convirtió en una forma de significar la vida desde la angustia propia de abordar su sentido o sinsentido, dependiendo del lado de la línea en el que te pusieras.
En una sociedad en la que conviven los dioses viejos y los modernos el no pensar demasiado o refugiarnos en la seguridad de “lo de siempre” frente al vértigo de un vacío que no se llena con nada, elegimos no mirar o, cuando lo hacemos, hacerlo con el filtro del ruido suficiente para no escuchar los latidos del silencio, simplemente porque nadie sabe la respuesta. Porque solo la sabremos cuando llegue nuestro momento. Porque recordar a los “nuestros” es una forma de sentir que aún están, que aún forman parte de nosotros y nosotros de ellos, la fuerza de la tradición está precisamente ahí. Repetirlo tantas veces hasta interiorizarlo sin preguntar. Quizás sea algo tan humano y necesario como la propia existencia. Ponerle una fecha, un día concreto para recordar olvidando u olvidar recordando.
Y así volvemos a manejarnos en rituales cada vez más vaciados de sentido y significado, donde el fondo se cubre de capas y capas por miedo a enfrentar ese vacío que podría haber detrás. Y, al hacerlo, cumplimos con nuestra parte de un extraño contrato con forma de simulacro; de mirar sin ver, de mostrar sin sentir, de aparentar sin ser. Una peregrinación que nos puede llevar a olvidar que el día de los muertos es cada día: que cada día muere gente a nuestro alrededor. De nuestra responsabilidad con los vivos. Que la muerte forma parte de la vida y para celebrar la vida ser conscientes que cada día es “el día de los muertos”.