Memoria emocional
Los recuerdos son, a veces, maldición, y bendición, a veces, como si la memoria, que los administra, quisiera gratificarnos o disgustarnos, esgrimiendo, para bien o para mal, el pasado. Claro, que también, a veces, la memoria se limita a precisar los recuerdos, exentos de pretensiones morales y sin desvaríos engañosos y deformadores. Este es el caso de la memoria de Ángel González Doreste, volcada en el libro “Retazos de memoria. 1936-1945”, publicado por Retrografías Ediciones, y presentado el pasado día 4 de noviembre, en Las Palmas de Gran Canaria, Una edición exquisitamente cuidada, que alberga los recuerdos de la niñez y primera adolescencia de su autor.
Ángel González Doreste, de ascendencia gallega, nació en Las Palmas de Gran Canaria, el año 1933. Desde 1963, tras su paso por el Lugo ancestral, y por París, llegó a Cantabria, como profesor de dibujo, primero en Santoña, donde ocupó plaza, también, de concejal, así como animó culturalmente la Villa. Más tarde su destino profesional fue Santander, donde se jubiló en 1996. En Santander murió el año 2019. En ningún momento dejó de cultivar las artes de la pintura y la escritura, incluida la poesía.
Ángel fue un artista de las figuras y las palabras, a unas y otras las llevó hasta el límite de su capacidad expresiva, mediante el estilo del hiperrealismo. A su servicio puso pincel y pluma. Su extensa obra pictórica y este libro, por solo referirme a lo ya publicado, dan fe de ello. Mucho antes de estar al alcance de todos los lectores, tuve la suerte, gracias a la amistad, de que Ángel me confiara el original, que iría a dar a manos del editor como “la botella lanzada al mar con un mensaje”, en palabras del propio editor , dichas en el acto de presentación del libro, es decir, por uno de esos azares que, a veces, se confunden con el destino.
Menos azaroso, familia de Ángel mediante, fue el contacto de Eduardo Reguera, fundador y director de Retrografías Ediciones, que me pidió un prólogo a “Retazos…”, en el que, con gusto y agradecimiento escribí, entre otras cosas: ”… Ángel González Doreste fue un artista, que también supo hacer de su imagen una obra de arte. La elegancia es el denominador común de su escritura, de su pintura y de su figura, Y el detalle. Leer estos “Retazos de memoria” es como mirar sus cuadros o tenerle a él delante, por cuanto se está obligado a “no perder detalle”, como suele decirse, en lo que se lee y en lo que se ve. El hiperrealismo es su estilo artístico.
También en su escritura, apura los recursos lingüísticos, hasta extraer todos los matices, tanto de las personas y sus relaciones entre ellas y con él, como de edificios, calles, plazas, sin olvido de las esquinas…, todos con sus nombres propios y sus posiciones relativas, entre los que transcurrió el tiempo que narra, que fue el suyo. Así en su pintura: el observador descubre detalles de la realidad solo cuando la ve pintada, y solo si mira el cuadro con toda su capacidad de atención. Así, leer su prosa es como mirar sus cuadros, y mirar sus cuadros es como leer su prosa. Y ambas acciones son como verle a él. Tres dimensiones de una sola verdad, la de que “el mundo solo es soportable como fenómeno estético”, según sentencia de Nietzsche. Tengo para mí que esa fue la consigna de Ángel en su ser, su estar y su hacer. Dicho de otra manera, ese fue el estilo, el de su persona y el de su obra: el de un sentimiento estético de la existencia.
La primera noticia de la muerte en persona cercana; su primer arrepentimiento mal gestionado; su primer enamoramiento; un papel y el lápiz en sus manos, germen de su futuro; el descubrimiento de su gusto por la jardinería…estaba vivo en su memoria, por la que de vez en cuando hace aparición un punto de ironía que, o desdramatiza la gravedad de un suceso, o abunda en la liviandad de otro. Apenas tenía Ángel 12 años cuando da por terminados estos “Retazos…”, sorprende la curiosidad y la intensidad con las que su capacidad de observación captó y vivió las vicisitudes familiares en tiempos sumidos en la incertidumbre, así como la seriedad con la que se entregó, con sus amigos, a juegos, no exentos de alguna aventura.
Como el título del libro anuncia, en cada capítulo la memoria se centra en un nombre propio real de un familiar o de un amigo, o en una calle, o en una casa, en su exterior o en lo que dentro se vive, pero esta fragmentación no significa que la narración aparezca desbaratada. Muy por el contrario, es tal la articulación de personas, lugares y acontecimientos, más o menos trascendentes, que la obra ofrece una unidad estricta. Cada nombre es una emoción, que toma la palabra, a la que pone voz la memoria.
Las personas y hechos, que un niño guardó en la memoria hasta que se hizo adulto, y más allá, constituyen un documento de valor sociológico en el que se da noticia, al hilo de avatares domésticos y vecinales, de cómo afectaron, en Gran Canaria, las circunstancias en las que España y Europa se encontraban, a las familias de condiciones distintas, y en especial a la suya, de posición desahogada, si bien con los inconvenientes que oponía una situación generalizada poco halagüeña. Un documento sociológico, que compone un panorama de interés familiar, social, histórico. Todo ello escrito con una prosa tocada por la elegancia identitaria de Ángel González Doreste.