Señorías
2010. Entonces Tony Judt tenía razón y ahora en 2022 también la tiene: algo va mal, dijo.
Véase lo revueltos que están los jueces (mi padre pertenecía al gremio), lo mucho que pontifican ahora que han perdido las riendas. Ya de niña, en la mesa, hacía la misma pregunta: ¿Quién juzga a los jueces? Pero lo que él decía era siempre palabra de dios y además no se permitía disentir. Siempre me pareció profundamente erróneo la manera que tenía – él, pero también sus compañeros- de situarse siempre por encima del bien y del mal lo que venía a traducirse en lo de que si no estabas con ellos, estabas contra ellos y, además cállate niña que no tienes ni idea.
Es evidente: a cierta clase de jueces no les importa gran cosa si sus pronunciamientos judiciales son legítimos, ecuánimes, o justos o si con sus sentencias van a contribuir a mejorar la sociedad o, ya que estamos, el mundo. Su retórica acrítica pasa por alto hasta la posibilidad de regular unas leyes que siempre han sido manifiestamente serviles al mercado y a sus señoritos. Manifiestamente indiferentes al bien común y al sector público. Manifiestamente atascadas en el machirulismo de tiempos pretéritos.
Parecen, y con ellos nosotros, incapaces de imaginar alternativas para solventar esta falta de sentido. Una falta de sentido que se filtra como el agua por las cañerías rotas de nuestra sociedad. Sí, sabemos que algo está mal y que hay muchas cosas que no nos gustan. Pero no sabemos bien lo qué podemos creer ni lo qué debemos hacer. Y sobre todo, lo que no sabemos es cómo podemos hablar acerca de estas cosas.
En una sociedad, cualquiera, claramente dividida en múltiples izquierdas y derechas, me declaro – aunque a nadie importe – perteneciente al primer grupo. Pero ya no es suficiente con posicionarse frente a todo aquello que desde siempre ha dado sentido – y razón a estas izquierdas: injusticias de clase y casta; explotación económica dentro y fuera de cada país; corrupción, dinero, privilegios que taponan las arterias de la democracia. Y tampoco basta con identificar las deficiencias del sistema y lavarse las manos como “Pilatos” indiferentes ante las consecuencias. Para que se vuelva a tomar en serio a las izquierdas no solo tenemos que indignarnos, sino que debemos hallar nuestra propia voz: una voz nueva, menos demagógica, menos asustada, más segura de sí misma.
Por supuesto sigue siendo indispensable – como bien dice Judt – que sigamos disintiendo (les guste o no a los jueces, le guste o no a la Ley), que nos atrevamos a romper tópicos y a salir de nuestra zona de confort, que aprendamos a promover una conversación verdaderamente pública porque, ¿Cómo vamos a conseguir ningún cambio si continuamos haciendo las cosas de la misma manera?
Me digan.