Una historia de amor
-Fíjate bien y no te dejes nada que siempre haces lo mismo y algo se nos queda.
Él asiente, aunque la mira un poco contrariado mientras va sacando cuidadosamente todo. Incluso parece como si hiciera un repaso mental al escudriñar el fondo de la cesta y comprobar que está vacía. Inconscientemente vuelve a mirar con ese “por si acaso”. La cajera va pasando uno a uno los productos:-Recuerde que el 50% es con la compra de la segunda unidad. -¿Ves? replica Ella, pero volviendo la vista hacia Él.-Había que coger dos. Si ya digo yo que hay que estar en todo. Él la sonríe, con esa sonrisa por la que no pasa el tiempo, pero en la que aparecen todas las muescas del tiempo pasado y compartido. La sonríe con la mirada, con el recuerdo, con el presente lleno de años, lleno de tiempos, lleno de todos los que se fueron y quienes llegaron. La sonríe y hace que el tiempo se detenga, por lo menos para mí, que soy el siguiente en la cola. Y que he seguido, primero sin querer y luego con absoluta devoción, cada uno de los gestos y las palabras de su conversación. Se me ha pasado mencionar que cada comentario de Ella iba acompañado de un leve gesto con la mirada, de una caricia sobre la mano que depositaba lo que quedaba de la compra. Que, en el lenguaje que no se ve si no te fijas, emergía una complicidad tejida en la rueca del ayer, de las colas de supermercados, de salas de espera, de las noches compartidas y los pies calentados, de las filas de conciertos, de noches de teatro y colas del paro, de tener que salir corriendo, de espera sin ser esperado, de compras de última hora, de olvidos o errores imperdonables que se perdonan. De todo lo que las arrugas de un rostro pueden dar testimonio en piel.
La cola se empezaba a poner un poco nerviosa y ya se oía algún que otro comentario hecho de las prisas; de esas que no saben esperar 5 minutos y reaccionan como si la vida se les fuera en ello y luego pierden el doble de tiempo en recorrer el camino de vuelta a sus casas, porque han decidido que la mejor forma de recorrer 200 metros es coger el coche, esperar al semáforo, buscar sitio para aparcar y enfadarse por tener que detenerse en el paso de cebra para dejar que pase alguien. Tal vez a una pareja de ancianos como la que tengo delante. Ellos han venido con el carrito de la compra. Al mirarles no puedo dejar de imaginar el camino que les ha traído hasta aquí. No me refiero a esos 200 metros, que prefieren caminar empujando su carrito, sino a todas las curvas, baches, direcciones prohibidas, callejones sin salida, carreteras secundarias, senderos, atajos o cambios de dirección que han tenido que recorrer hasta llegar hasta donde ahora están. Hasta hablarse desde el profundo amor desde el que se hablan, desde el que discuten, desde el que se contestan o regañan. Quizás se enamoraron hace un año y soy yo quien proyecta hacia el pasado un relato que intenta reconciliarme con la inmediatez con la que hoy en día todo se consume y se rechaza. Todo se mastica, se engulle y se vomita. Si así fuera, sería igual de hermoso; lo sería si se hubieran conocido hace solo un mes o una semana. Lo sería si se hubieran enamorado en la cola de la compra. Y les habría dado tiempo porque alguien no paraba de reclamar que su tiempo valía oro. Mientras el mundo se impacientaba a ellos les habría dado tiempo a mirarse, a reconocerse, a coincidir a la hora de elegir el enjuague bucal. A la hora de avanzar en la cola como si de una primera, segunda o definitiva cita se tratara. Y, a la altura de la comida para gatos y perros, se habrían declarado el uno al otro hasta dar el paso de compartir la cesta de la compra. En el recuerdo del “ticket” quedará el aroma de los ambientadores de hogar como recuerdo de su estación compartida donde las flores de plástico y los recambios para fregonas florecían. Y su canción sería el hilo musical que acompañaba al timbre del “queridos clientes les recordamos que hoy tienen oferta de 2×1 en calcetines y enjuague bucal con cepillo de regalo”.
Quizás haya muchos quizás que desmonten el relato que he construido en los cinco minutos que he estado esperando en la cola de la compra, tras ellos, pero no he podido evitar sonreír agradecido por haberme convertido en testigo involuntario de su historia amor:-Venga, vayámonos ya, que esta gente seguro que tiene cosas mas importantes que hacer que estar a las tonterías de dos viejos. Me miran sonriendo y les devuelvo la sonrisa. -Ahora mismo me cuesta imaginar un lugar mejor, les contesto con el pensamiento.
“La madrugada en que me fusilaron pensé que merece la pena siempre, tener una sonrisa en la cara; porque el que más, el que menos ha amado, y eso bien merece una sonrisa”