Artistas callejeros

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«No soporto a la gente que está ahí, en la butaca, mirando… Sin participar y sin expresar nada. Me recuerdan demasiado a él. Quiero que se muevan, que hagan algo… ¡Me da igual! No soporto que se queden ahí como estatuas. Necesito ver que lo que hago provoca algo. No sé, por lo menos algo…»

– Noviembre (Achero Mañas, 2003)

Alfredo llegó a Santander con la mochila repleta de idealismo, de esa forma de ver el mundo aún bajo el filtro del todo es posible, porque para Alfredo el arte es algo más, tiene que ser algo más para que cobre sentido. El arte no puede estar encapsulado en una sección de los grandes almacenes, esperando a que alguien pase a verlo, mire en la etiqueta, haga sus cálculos hasta decidir si incluirlo o no en la cesta de la compra. Para Alfredo el arte necesita ser libre para ser en su máxima expresión. Ponerle un precio, sería para Alfredo, como calcular cuanto cuesta cada latido de corazón por minuto sin tener nunca suficiente para pagar el precio. Cada latido se espacia tanto, porque no te llega la calderilla que llevas en los bolsillos, que estás a punto de morir infartado. Demasiado larga la zancada se convierte en precipicio, en salto al vacío. Tal vez por eso muchas de las personas con las que se tropieza Alfredo parecen “zombies”, se mueven por las aceras de manera automática como las escaleras del centro comercial, no tienen pulso y lo sustituyen por el automatismo de un dejarse llevar por ese Vicente que todos llevamos dentro. Y así la gente va, ya no recuerda dónde va, porque siempre va al mismo sitio. Programada con el algoritmo de la rutina, de la prisa, del “tiempo justo” como si el tiempo tuviera medida.

Alfredo no rechaza el dinero, ni ser pagado por lo que hace. Es muy consciente del mundo en el que vive. Pero, precisamente por eso, siente que el arte es mucho más. Tiene que ser mucho más. Siente que el arte tiene la capacidad de recordarnos que no somos “zombies”. Incluso Alfredo necesita recordárselo a si mismo, quizás él más que nadie. Necesita reventar la dictadura del algoritmo que nos encierra en nosotros mismos. Con la mirada en el suelo, en el dispositivo móvil o en ese mirar sin ver, atravesando cada cuerpo con quien se cruza, como si no existiera; absortos en nuestras “mierdas”.

El “movimiento del reconocimiento” en la dialéctica Hegeliana representa esa identificación del otro, ese verse en él. “Sólo una autoconciencia asegura su libertad en la medida que reconoce a otra autoconciencia como libre y la acepta como su idéntica, como persona, como individuo independiente” nos dice. Por eso cuando dejamos de mirar a los demás no solo no les vemos a ellos, sino que nos dejamos de ver a nosotros mismos. Y, al hacerlo, morimos un poco, nos convertimos un poco en “zombies”, cada vez mas muertos por dentro. Sin ese “reconocimiento de mirada”, que decía el filósofo, sin ese instante de existencia compartida, nos olvidamos de existir; respiramos, nos movemos, pero nos olvidamos que estamos vivos. Tal vez por eso juzgamos sin saber, decimos “amén” sin rechistar, aceptamos sin cuestionar, follamos sin sentir, encajamos sin encajar. Tal vez por eso acabamos normalizando cada guerra, cada herida, cada injusticia que, a fuerza de repetirse, acaba formando parte de nuestras vidas.

Es por eso que Alfredo cree en «un arte más libre, hecho con el corazón, capaz de hacer que la gente se sienta viva». Ve en el arte esa capacidad transformadora, ese lenguaje que nos descifre el idioma que pronunciamos al nacer y que nos fueron arrancando hasta casi no dejar rastro, ni signo alguno de su existencia. Aprendemos mil maneras de hablar y todas significan silencio. Pero Alfredo lo consigue; consigue balbucear las palabras prohibidas y hacer que golpeen con fuerza y atraviesen cada una de las capas, de las celdas de aislamiento. Lo logra incluso sin decir palabra. No lo consigue con todo el mundo, es verdad, ni con todos de la misma manera. Hay quienes le miran con recelo, a veces incluso miedo, con rechazo, con indiferencia impostada. Hay quienes no entienden a primera vista lo que Alfredo les dice con su mirada, con su gesto, con esos indescifrables sonidos guturales que salen de su boca. Sin embargo, entre tanta marabunta de pasos que se repiten, unos sobre otros a simétricas distancias, el paso cambiado de Alfredo baila y nos hace bailar un poco, aunque no nos movamos. Al prestarle atención, aunque sea por un momento, algo en nosotros que permanecía latente, despierta. Y da igual ser de aquí, de allá o de ningún lugar, o de todos. Todos reconocen en Alfredo los patrones del lenguaje perdido, arrebatado. Y su primera vocal es una sonrisa, o una lágrima, o un temblor, algo que te recuerda que estás vivo; algo que nos permite mirar a nuestro alrededor y hacernos conscientes de lo que hay. Quizás solo dure ese instante o quizás no. Quizás por eso Alfredo haya a quien incomode tanto. Depende de cada quien. Pero es, sencillamente, revolucionario.

Fotografía que encabeza el texto: Integrantes del colectivo/asociación “La flor de Bip”
Caracterizad@s: De izda a dcha: Camila Florencia, Lucas García, Iván Fernández y Luis Fernando Fernández.

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