Pesadillas
Las pesadillas habían empezado a hostigarme a principios de Mayo, pero a medida que se acercaba el día de las elecciones, la cosa fue a peor.
Tenían todas la misma estructura y estaban ligadas a la idea de casa. No tanto la idea de un hogar como la idea de un techo, una suerte de cobijo a cubierto del frío y de la noche. Cierta seguridad. El techo de mis sueños tenía dos partes. Una cara y una cruz. Conocía, más o menos, la cara – su mera existencia – y descubría la cruz en mis sueños. La cruz era un agujero o, más bien, un techo lleno de agujeros por donde se colaba la lluvia. El suelo, allí debajo, estaba lleno de cubos para recoger el agua de las goteras. Ni siquiera había sitio para el jergón. En mis pesadillas, también había una escalera y al final una puerta que conducía, directamente a las nubes. Porque la casa, al parecer, se sostenía como una burbuja en el aire. Soplaba un viento atroz y enseguida me daba cuenta de que la casa pendía de una cuerda, deshilachada y fina como una hebra que descendía directamente desde las nubes y terminaba anudada en el tobillo izquierdo de mi pie.
Por experiencia sé que los espacios paralelos de estos sueños son siempre amenazadores, se revelan como muecas horribles, como una advertencia hostil. Mis pesadillas llegan repentinamente y luego se aplacan por un tiempo para volver después con más virulencia. Nunca desaparecen. Acaban convirtiéndose en un ovillo delirante que me obliga a dar vueltas a su alrededor. Y cuando estallan, es decir cuando los sueño, convierten el transcurrir de mi vida en el día de la marmota (¿recuerdan?) Supongo que porque ahí siguen los mismos, diciendo lo mismo, haciendo lo mismo. De nada, ahora que lo pienso, sirvió que estallara el bunker con Hitler dentro, ni que colgaran a Mussolini boca abajo, ni que cierto señor de Madrid volara por los aires… De nada sirve nada.
Por los agujeros del techo se cuelan, junto con el agua de la lluvia, las esporas de esos frutos envenenados que, con el tiempo, nacen en las esquinas, agarrados a las paredes como garrapatas.
El aire de la ciudad se había vuelto espeso debido al polvo que levantaban sus botas. Al polvo y a las papeletas que anublaban el día. Creo que era el 28 de Mayo. Saramago no estaba. José Luis Sampedro no estaba. No estaba tampoco ni Anguita ni Irene. Pero al fondo del espacio, vislumbré al gran tahúr plantado en el suelo, con la cabeza levantada hacia el techo. Corrí hacia él e intenté sacarle a empujones de la casa. No pude. En ese momento, salí corriendo y vi cómo la casa, detrás de mí, se desmoronaba como un castillo de naipes. Supe entonces que el gran tahúr había desaparecido también debajo de los escombros.
Cuando abrí los ojos, ya había pasado un mes. Estábamos en Julio. Día 23.