Había del verbo a ver. Diario del instituto
Albricias; coinciden en librerías dos títulos de Ánjel María Fernández: Javier Cámara: ‘El hijo del labrador’ (Ediciones Aborigen & Los aciertos, 2023) y ‘Había del verbo a ver. Diario del instituto’ (Pepitas ed., 2023). Siendo dos libros que poco tienen en común, recomiendo su lectura simultánea, o sucesiva, por la multiplicidad de voces y recursos narrativos de los que el autor hace gala. Fernández es un enorme escritor, y la aparición de uno de sus libros siempre es motivo de júbilo. Ahora llega por partida doble.
Javier Cámara: El hijo del labrador es un raro y delicioso artefacto que explora la figura del célebre actor riojano. Fernández huye de la biografía convencional, elude fechas e hitos y construye una trama que permite intercalar personas narrativas y aligerar el relato: el autor, seleccionado para interpretar un papel originariamente pensado para Cámara, acude a la población natal del famoso intérprete (Albelda de Iregua) con la intención de indagar en su vida.
Durante su investigación, una suerte de método Stanislavski vital, revisa su filmografía y entrevista a colegas y directores que han trabajado con Cámara, pero también, en Albelda, a sus hermanas y a su madre, porque a fin de cuentas es, además de uno de nuestros mejores actores, el hijo del labrador. En las páginas aflora un personaje cercano, amable y gentil que salió de Albelda pero, como en el poema de Adonis, “jamás” cruzará sus límites, por lejos que vaya. Fernández convierte lo que se presuponía biografía en novela, subvierte géneros y a través de ese juego de espejos revela que la interpretación, si no implica identificación no es nada.
El humor que despliega en el libro dedicado a Cámara también está presente en ‘Había del verbo a ver’, si bien ahora se tiñe de ironía. El libro, en forma de diario, recorre todo el curso académico 2019-2020 en un pueblo del que no se aportan datos que permitan su localización. Es un instituto cualquiera, y es que en este caso la toponimia no condiciona el relato. Es el diario de un profesor en un instituto, en cualquier instituto.
Como todos los libros realmente importantes, ‘Había del verbo’ a ver opera un doble influjo sobre el lector. Sin duda, hay un reconocimiento de las situaciones vividas por Fernández y su capacidad de trasmitirlas con sinceridad e inteligencia. La inteligencia que despliega no tiene reparos en mostrar sus límites: se muestra comprensivo, sensible y empático, pero también vanidoso, narcisista, impotente y nervioso, muy nervioso. Sospecha de los raros momentos de paz y concordia que su actividad le regala, bajo el amparo de la cautela tantas veces expresada por Azcona:<<mucho nos estamos riendo: ya lo pagaremos>> , contaba el guionista que decía su madre. Este presagio, preludio de la desgracia ilimitada, ejemplifica el tono del libro y el ánimo de Fernández. Un profesor siempre alerta y con los nervios a flor de piel. Resulta inevitable pensar en Brodsky: <<Sólo soy un hombre nervioso, por circunstancias propias y ajenas; pero soy un observador>>.
En efecto, Fernández observa y consigna lo que ve, lo que escucha, lo que huele, lo que siente. No moraliza ni se refugia en el cinismo. El curso avanza, el libro crece y los personajes, alumnos y colegas docentes, van ganando la simpatía del lector. Porque, no lo olvidemos, el humor atraviesa el conjunto, y la irritación que inicialmente provocan algunas situaciones se tornan hilarantes.
En segundo término, además de ese reconocimiento existe un fuerte impacto en el lector. Pocas profesiones tan propensas al prejuicio como la enseñanza, oficio vilipendiado y diana de críticas diversas: disfrutan de tres meses de vacaciones, no sufren presión al carecer en su actividad de plazos de entrega y son unos vagos, claro. Ahí es precisamente donde opera la escritura de Fernández, desmontando prejuicios y las mentiras del discurso público para ofrecer una realidad incómoda y desconocida. Dar clase requiere conocimiento, vocación, empatía y… paciencia. También permite reflexionar sobre el alcance de la tecnología en las aulas (el puto Chromebook) y todo un corolario de absurdos: las materias que Fernández imparte, un abanico amplísimo, o las exigencias burocráticas rayanas en la estupidez. Los buenos libros nos arrancan del letargo, nos conmueven, ensanchan nuestras ideas preconcebidas y nos golpean sin remedio para hacernos más libres. Bingo. El curso es un verdadero sinsentido que la pandemia no hace sino multiplicar.
Mientras leía el diario de Fernández me acordaba de ¿Qué es lo contemporáneo?, el libro de G. Agamben por el que sabemos que los mejores testigos de una época descubren fisuras que permiten entender el presente en una desconexión, en la discrepancia. Donde todos ofrecen luz, las tinieblas. Por eso pensaba (y aún lo hago), que Fernández ha de ser un gran profesor. En esas estaba cuando el 27 de octubre el diario El Mundo publicó una entrevista por la que supe que Fernández ha dejado la enseñanza. Desde entonces se han sucedido las críticas tildando al autor de clasista, racista y mediocre al ser interino con 50 años. También se le acusa, como no, de vago. Una batalla cultural sorprendente que poco tiene que ver con el libro y su lectura. Parecen privar al autor del derecho al resentimiento del que hablaba Lemebel. Haber acabado asqueado no significa despreciar a los adolescentes. Muchas de esas críticas, que apelan a la resiliencia o la meritocracia, resultan pelín reaccionarias: para quienes así piensen al albor de una entrevista un tanto sensacionalista recomiendo encarecidamente leer el diario. Fernández a lo largo de las páginas del libro se muestra cómplice y afectuoso, consciente de la necesidad de satisfacer necesidades básicas para poder atender y rendir en el aula.
Al contrario de lo que sugiere la entrevista no hay causa-efecto entre la escritura del libro y el abandono de las aulas. No justifica su decisión en ningún acontecimiento narrado. De hecho termina telefoneando a la jefa de departamento de un instituto por el que parece decantarse el autor de cara al siguiente curso. Decía María Zambrano que escribir es defender la soledad en que se está. Eso hace Fernández.
En esas páginas finales, atravesadas por la pandemia, figura la entrada que prefiero del libro:
<<Ayer pedí a los alumnos de 3º alguna prueba de su trabajo con el diario. Casi todos envían un vídeo en el que van pasando las páginas. Por lo que veo, la mayoría de ellos escribe todos los días. Algunos añaden dibujos a los textos, recopilan ideas, frases que entresacan de Instagram… Me complace comprobar que la tarea encomendada funciona, que les es útil y los divierte. En este mismo grupo propuse hace unos días un maratón de lectura del Quijote, del que solo uno de ellos participa… ¿Solo uno? ¡No! No es “solo uno”. Muy al contrario, es ¡uno!>>.