‘La tienda impropia’. La función

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Hace un mes, este periódico publicó mi crítica de la obra de teatro “La tienda impropia”, de la que es autor Juan Manuel Freire. Aún no la había visto representada en un escenario, por lo que el comentario lo fue de mi lectura del texto, que el teatro también se lee. Fue el pasado 11 de enero, cuando tuve la ocasión de asistir a su representación, en la sede de la AAVV San Joaquín (Campogiro). Fue la primera actividad cultural de 2024, dentro de la programación de los Jueves Culturales. La puesta en escena corrió a cargo de la Agrupación escénica Unos Cuantos, fundada por el autor de la obra, que también la dirige.

La lectura previa de un texto, escrito para la escena, lleva al lector a representarla mentalmente, claro que sin fijar detalle, tanto en lo que se refiere a la composición del escenario, como a la orientación  verbal y corporal de los intérpretes, si bien el autor, su primer lector, no dejó ningún cabo suelto ni en la concepción del decorado ni en el tono del trabajo actoral.

En un escenario realista, donde están dispuestos los objetos, como pueden encontrarse en una tienda de antigüedades, entre los que se encuentran una extraña, original, si quieren, silla de tres patas y una evocadora pluma estilográfica, se suceden unas situaciones de claros tintes surrealistas, acorde con la condición del establecimiento, en el que nada se vende, porque su dueño no quiere vender nada, y se diría que se siente humanamente realizado, argumentando a quienes entran a comprar (dos clientas) sobre la imposibilidad de adquirir los objetos del deseo, expuestos, como si la tienda fuera un museo. No es teatro del absurdo, pero no le faltarían trazas absurdas, si no fuera porque más allá de la extravagancia de no vender lo que aparentemente está a la venta, se desgranan unas posiciones éticas, que señalé en el comentario a mi lectura y que, enseguida, recordaré.

Un escenario impecablemente dispuesto para que en él se relacione el cuerpo actoral, con la carga de los distintos personajes a cuestas, bajo el principio, no declarado, pero sí practicado, de que al vicio de comprar, la virtud de no vender. José María Páez es Don Federico Luis, el dueño de la tienda, para el que el actor José María Páez compone un personaje hierático, que apenas mueve los labios cuando habla y, que, si se ríe, lo hace hacia dentro, y que tiene muy claro que su negocio no es para negociar, para lo que cuenta con la colaboración entregada del señor Marcial, un  antiguo vendedor, reconvertido en un decidido disuasor de clientes, para los que lo suyo es comprar. Le pone cuerpo y voz el actor, y también dramaturgo, Ramón Q, que basa su actuación en, tan repetitivas, como exageradas formas de movimiento corporal, dicción verbal y expresión gestual, que, en contraste con la impasible presencia, la contención verbal y el gesto borrado de su jefe, produce un efecto de comicidad buscado.

A ambos les dan réplica las actrices Isa Cela y Yolanda Pérez, las dos clientas, que se las tienen que ver con la tozudez anticomercial de los anticuarios. La una, Clienta 1, pretende la silla, no sabe muy bien por qué ni para qué, quizá por mero capricho; la otra, Clienta 2, necesita la pluma, igual a otra perdida, fuente de historias, que alimenta su vocación literaria. Las actrices juegan cumplidamente su papel, si bien a Yolanda Pérez ofrece una mayor seguridad en la encarnación de su personaje. Un trabajo actoral, dirigido de forma que no se rompiera en ningún momento la linealidad de la representación, a lo largo de la cual se suscitaron sonrisas, además de llamar la atención del espectador sobre cuestiones de inmediato interés ético, social, como son las relaciones entre «ser y tener, precio y valor, exigencia y merecimiento, capricho y necesidad…”, como ya señalé en el comentario a la lectura, y cuyos extremos representa las Clientas, en tanto que don Federico Luis y el señor Marcial se encargan de hacérselo ver, actuando en consecuencia con ellas, satisfaciendo a la escritora, no tanto a la aspirante a la silla. En cualquier caso, eso sí, sin venderles ni pluma ni silla, en una suerte de confusión entre ficción y realidad.

El final de la función llega, cuando las dos clientas coinciden en la tienda. Entonces comienza el principio del fin, por obra y gracia de la fertilidad literaria de la pluma, en manos de la escritora, que se aprovecha de un momento de debilidad sentimental del señor Marcial. Un final, que deja la tienda abierta a que las antigüedades se puedan vender, o a que el señor Marcial sea despedido, o al cierre de la tienda…Nunca se sabrá.

 

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