El cartón
Te he visto en la calle Rualasal, de pasada, de soslayo, a medio camino entre detener la mirada ese instante de más que me lleve a dejarla ahí, porque ya sería imposible mirar hacia otro lado. Quizás quienes pasamos no nos queremos permitir el lujo de aminorar el paso y nuestra retina acomode tu imagen más allá de ese instante que compromete, que incomoda, que busca excusas, culpas o justificaciones. Y así pasas a formar parte de un minúsculo instante más de nuestras vidas, donde los minúsculos no tienen cabida, se borran como si no existieran. La prisa se convierte en cómplice de la indiferencia, podrías estar muerto y nadie se daría cuenta.
Sin embargo, no eres tú, sino ellos, sino nosotros quienes estamos de paso. Son nuestros rostros los que serán olvidados, nuestras pisadas las que no dejan más huella que la que puede dejar quien pasa de puntillas por donde quiera que va (para no mojarse, llueva o no). Unos metros más arriba, en el cruce donde hace esquina con la calle San José, frente la instituto Santa Clara que guarda en secreto, o quizás no tan secreto, los cimientos de uno de los muchos refugios antiaéreos construidos durante la guerra civil española, justo en frente, se vende una de esas cajas de música en las que una bailarina posa a la espera de que alguien gire la manivela para cobrar vida. Un poco más abajo sigues tú, inmerso en tu universo de cartón. Un cartón que no debía de ser mucho mas grande que esas cajas en las que compramos los brik de leche. Que cuando las estiras tienen forma del «juego de la pita» al que jugabas de crío. Todos podemos jugar a ese juego y se convierte en un recuerdo compartido que rompe con las clases, las fronteras y los destinos de cada cual.
Tú ahora utilizas esa caja como alfombra o simplemente como una superficie que se interponga entre tu cuerpo y la acera, entre tu cuerpo y el suelo de cemento por el que pasa la gente con sus retinas desprendidas de acumular en ellas demasiados micro momentos. O sumergidas en las pantallas táctiles que les llevan a lugares, personas y situaciones tan alejadas de sus cuerpos como tú intentas alejar el tuyo del adoquín donde hincas las rodillas (tan alejados de ellos como de ti). He visto como te incorporabas un momento y con la mano desnuda limpiabas el cartón, no me parecía que estaba sucio, quizás en tu mano llevabas un paño humedecido, la verdad no me he fijado bien, pero el cartón se iba oscureciendo mientras lo frotabas, sin dejarlo tan blando que se desmigajara entre tus dedos. En el punto justo, como quien limpia en su casa, pensando en “sus cosas”.
El mundo seguía pasando mientras tu adecuabas el minúsculo pedazo de ciudad que aún no te han arrebatado. Es como si en ese gesto encapsularas tu mundo haciendo de ese espacio el tuyo. Nadie se detiene, todo el mundo pasa. En la cristalera que te sirve como espejo improvisado y te devuelve reflejadas las miradas huidizas de tantos Valles-Inclanes perdidos en sus propios esperpentos, un cartel de “se alquila” y un número de teléfono debajo. Creo que dos carteles repetidos, por si acaso uno no era suficiente, como cuando repites más de una vez las cosas por la inseguridad de sentir que no te hacen caso. No se trata de repetir las cosas, simplemente aceptar que no todo gira en torno a ti. O simplemente había espacio para dos carteles y aprovecharon que había mas de uno. Estrategias de mercado.
Antes de girar a la izquierda y llegar a la altura del Santa Clara y su refugio antiaéreo, lleno de memoria arrebata a esta ciudad, y ver la cristalera donde la bailarina aguarda a que alguien la de cuerda para volver a la vida o para nacer de nuevo o simplemente para darse una vuelta sobre su propio eje, como hace la tierra cada 24 hrs, 1440 minutos, 86.400 segundos, te busco de reojo sin darme cuenta que he alargado un poco de más ese instante fugaz que hace de la indiferencia Olvido. Miro por el retrovisor y veo como te alejas concentrado en tener bien limpio y aseado ese pedazo de cartón en el que te ves obligado a vivir. Ahí sigues; bajo la cristalera donde dos carteles de “se alquila” se ofrecen al mejor postor. A escasa distancia de la otra cristalera del Bazar Oriental, donde hiberna la bailarina. Frente a lo que queda de un refugio antiaéreo desmemoriado.
Mientras acelero, para que no se me cale el coche, subo la cuesta intentando no despistarme y llegar a tiempo. Y eso que solo me he detenido a mirarte un poco más de ese instante que te condena al olvido. Tal vez sea eso, esas medidas del tiempo; porque ahora solo pienso en volver mañana a ver si sigues ahí, en la calle Rualasal, pendiente de ese cartón que es lo único que hay entre tú cuerpo y la acera. Entre tú y el mundo que te «rodea». Limpiándolo como si vivieras en él.