Taylor Swift, pa’la vida
||por Francisco Liñeira, profesor (y asistente al concierto||
Durante estos días hemos asistido a una suerte de Taylormanía en la esfera pública española. Asombrados por el impacto económico y cultural de la de Tenessee, y necesitados de dar las claves del fenómeno, las crónicas desdeñosas y los análisis sesudos han brotado como falos hediondos (me refiero, por supuesto, a las setas).
Sorprende que los comentaristas se pregunten con frecuencia por qué es tan exitosa. Alguno incluso ha afirmado que desconocen sus canciones o de dónde ha salido la muchacha. Hay que tener un nivel importante de aislamiento para que no te hayan tocado Style, Blank Space, Anti-Hero o Shake it off, pero démoslo por bueno.
Encontramos en las reviús desde imitaciones más o menos afortunadas de “viejo gritando a nube”, que tratan al pop como algo banal, propio de personas vulgares, hasta estudios sobre su impacto económico, cultural y social. Todos los todólogos del reino han querido poner su soplido al servicio del huracán Swift.
Han tenido particular éxito (quizá por su autoevidencia) los análisis basados en el género, que destacan el esfuerzo de Swift por posicionarse en el laberinto político estadounidense a favor de los derechos de la mujer. Ella se orienta, sobre todo, hacia la ruptura de los techos de cristal. Como cotilleo: se habla, con cierta periodicidad, de la posibilidad de que se presente a la presidencia estadounidense. Esta leyenda urbana, como slenderman o los monstruos bajo la cama, no acaba de ser cierta, pero, como ellos, da impresión.
Más ciertas son las costumbres poco ecológicas de la artista, cuyo(s) avión(es) privado(s) han despertado no pocas conciencias naturalistas por lo demás dormidas. Y mucho más cierta es la comunidad de seguidores que ha cultivado, los y las switfies, con un peso específico en redes sociales nada desdeñable.
Nada de esto se mencionó, avisados lectores, en el concierto de esta semana, pero son lostemas que sobrevolaron la conversación pública lenta y perezosamente.
Lo cierto es que la actuación ha sido una larguísima pasada, que es lo que importa, con un espectacular despliegue de medios, un público entregado, una exhibición de oficio notable y una variada selección de temazos que, en su mayoría, gritaron todos los asistentes al Bernabéu (un poco más de ciento diez mil entre los dos conciertos). Son interpretaciones automatizadas, coreografiadas hasta el milímetro: tal vez esa sea la única forma de que Swift aguante tres horas de concierto tres veces a la semana. La reacción de la cantante tras las ovaciones que siguen, en cada escenario, a champagne problems es sintomática: Swift finge sorpresa, Swift musita oh my god, Swift sonríe, ufana. Una y otra vez, en cada capital, en cada actuación. Tres horas y media.
A Swift la precedieron unos carismáticos Paramore, cuya cantante, entre rugidos y vibratos, se impuso con una brutal presencia escénica especiada con cierta inocencia pop-punk dosmilera que emocionó particularmente a los que rondamos la treintena.
No obstante, en cuanto entró en escena la jefa, el ambiente cambió: patinetes, focos, vídeos, fuegos artificiales, llamas, veintipico personas en el escenario, una decena de pantallas, trampillas, casas gigantes, al menos una decena de vestidos… Es la mayor artista del mundo y se nota. No es que haga nada particularmente innovador, pero es una artista total que, por pura fuerza bruta estética, apabulla y apasiona. La puesta en escena de Willow o de su último disco, The Tortured Poets Department, fueron puntos fuertes de un espectáculo medidísimo, hasta el punto de que la mayor queja que emitió el público fue que faltaban canciones. La habríamos escuchado sin quejas cuatro o cinco horas. El viaje de Swift, de joven ingénue del country a popstar, y luego a esta curiosa mezcla de cantautora y estrella internacional, se explica mejor en términos afectivos que en términos musicales o comerciales. Ir a su concierto fue parecido a ponerse al día con una amiga a la que conoces bien.
Tal vez en esto último radiquen los motivos de su éxito. Taylor Swift cuenta sus fracasos, sus alegrías, sus traiciones y sus miserias de forma tan cruda que es difícil que no se genere en el público la ilusión de amistad. El mismo concepto del show, el tour de las eras, remite a las varias etapas por las que la cantante ha pasado, que imitan un viaje común en los oyentes: de la ingenuidad juvenil al desmelene veinteañero, y de ahí a la preocupación por la sociedad y la autorreflexión. Su profesionalidad y ambición están bien, pero la clave es su cercanía. A través de guiños y mensajes codificados entabla una relación parasocial con su público que está en la base de su éxito.
Esto se expresa a veces hablando de que su música tiende al individualismo (se centra en ella, su vida y sus experiencias), al intimismo (habla de lo privado de forma clara), y al romanticismo y a muchos otros ismos. Refleja, estaremos de acuerdo, a la joven adultez contemporánea. Ha conseguido sintetizar, empaquetar y vender cada uno de sus momentos vitales, hilando un relato tan medido que es difícil no caer en sus redes. Vender la propia identidad es también propio de estos tiempos.
Se cumple en ella el viejo dicho romántico: somos náufragos en un mundo terrible, y nuestra identidad es la tabla a la que nos aferramos para no ahogarnos. Hay un vitalismo en su celebración de su propia identidad muy atractivo, y ha conseguido que resuene en su público. En esta actuación, en fin, se pone máscaras de sus antiguas identidades y las comparte. Ayer la acompañamos y compartimos su vida, con bailes, cánticos y brilli-brilli. No es poca cosa; si el mundo se salva, será por la alegría y la ternura.
Esta idea, que tanto explica de nuestros días, explica también el ímpetu vital de Taylor Swift, y su éxito. Es la vida lo que se ha venido a celebrar. Como me dijo un chico, feliz y colorido, a la entrada: “Alegría, esto pa’ nuestros nietos. Taylor Swift, pa’ la vida”. Sea.