Ay Carmela…

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A la protagonista de “Ay Carmela” la entierran en una cuneta junto al cementerio, no dentro, sino cerca; otras no tuvieron ni siquiera ese dudoso privilegio de la cercanía otorgado por el bando franquista. Así la geografía de la memoria que necesita anclarse a un lugar determinado, para recordar, para honrar (cada cual a su manera), se pierde al tiempo que la furgoneta de sus compañeros se aleja. Cuando vuelvan, en el caso de que pudieran, quizás ya no haya donde volver. El cuerpo de Carmela, y de tantas Carmelas, yace sepultado bajo la losa de un Olvido en forma de cemento, de paso del tiempo, de un cambio convertido en la única constante a la que aferrarnos si no dejamos una señal que identifique lo que había antes, lo que es importante y necesario recordar para que no creamos que solo somos fruto de un instante cuyo significado se cambia a gusto del consumidor. Porque si borrásemos la huella que reivindica, que recuerda y que simboliza, sería como si no hubiera pasado nada, como si no hubiera sucedido. Y algo así solo beneficia al verdugo. Aún peor, permitiría al verdugo presentarse como salvador, como “mal necesario”, como “consecuencia de…”.

El lugar en el que enterraron a Carmela ni siquiera era un privilegio, sino fruto de la casualidad. Con el permiso de Carlos Saura; la imagen de una tumba sin cruz, que dentro de poco quedaría sepultada en el olvido de las lluvias, del polvo, del alquitrán y del paso del tiempo. Como decía, sólo quienes la enterraron sabían dónde yacía su cuerpo; y quienes la enterraron fueron sus verdugos. En la película de Saura, son escasos los minutos que sus compañeros de viaje tienen para despedirla antes de seguir su obligada huida hacia delante, tan apretados por la sombra del perseguidor que ni siquiera el duelo tiene tiempo suficiente para vestirse de luto, respirar una oración, unas palabras despedida.

Se despiden al otro lado del cementerio donde los franquistas solo enterraban a quienes merecían la bendición del alzamiento, a quienes habían consagrado su vida a recuperar la gloria de un pasado inventado, construido a golpe de asesinato de sus propios vecinos, de sus compatriotas. Pero todos y todas ellas contagiadas con ese “gen rojo” que el psiquitara franquista Vallejo Nájera se empeñaba en localizar a base de experimentos con seres humanos para separar a los buenos de los malos españoles, como si de una enfermedad o epidemia se tratara (Algo así como hacían los nazis).

Es cierto, «en el otro bando pasó los mismo» , en los otros bandos, pues en la Guerra Civil española hubo dos y más de dos, como nos recuerda por ejemplo Orwell en su “Homenaje a Cataluña”. Pero “fueras de los que fueras”, si pertenecías al “bando republicano” todas las “Carmelas” eran asesinadas y enterradas en las cunetas de España siendo el segundo país con mas “desaparecidos” después de Camboya.

Ya en democracia, y transición a la misma, entre las víctimas de ETA están también las Carmelas del siglo XX, las que fueron enterradas en cementerios cuyas lapidas son violentadas, profanadas y agredidas por quienes decían y dicen defender las esencias de una revolución que buscaba construir una nación, una sociedad, un futuro en el que sólo cabían quienes cumplían la liturgia del hacha y la serpiente. El canon de un nazionalismo excluyente que buscaba recuperar un paraíso arrebatado, una gloria pasada, un pasado que nunca existió. Enterradas en los cementerios pero condenadas al mismo olvido, silenciadas y señaladas en las calles con pintadas que se convirtieron en el paisaje cotidiano,vaceptado y normalizado en las calles y pueblos de Esukadi, hubo también Carmelas acosadas, asesinadas, obligadas a poner Karmela con “K” y a cantar el Eusko Guadariak, en una apropiación simbólica dantesca que insulta la memoria de quienes verdaderamente lucharon y murieron por defender su tierra y su identidad.

Como si las mataran por segunda vez, como si necesitaran que no sólo murieran físicamente, sino con la necesidad de que muriese su recuerdo, la presencia que ellas y sus ideas tenían en su comunidad, entre sus amigos, familiares y vecinos. Borrarlos del relato, como si no hubiesen existido nunca. Las Carmelas en Euskadi llevaban las siglas del PP, del PSOE, de todos y de todas aquellas que no comulgaran con un credo que se quería imponer a golpe de bomba lapa, extorsión, manipulación histórica y tiro en la nuca.

Desde un punto de vista comparado vemos que el fascismo o autoritarismo de corte franquista y el nazionalismo totalitario de E.T.A se mueven en coordenadas similares si ponemos el foco en algo tan básico como que la negación del diferente justifica la condena a muerte de todas esas Carmelas que no podían ser reconocidas, que eran consideradas enemigas, traidoras, malas españolas o antiespañoles, malos vascos o anti vascos. En definitiva esa diferencia que no les permitía recrear su perfecto paisaje totalitario y que debía ser borrada del mapa.

Ay Carmela… que necesaria una Memoria Democrática que solo entienda de dos bandos: El de las víctimas y el de los verdugos, sean quienes sean y estén donde estén.

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