La otra Anna

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Le habría gustado que su ventana fuera como la del cuadro de Dali, esa “muchacha asomada en la ventana” que veía al otro lado las líneas de un horizonte repasado por el mar, mejor dicho, por la mar. A esa distancia tenía que ser la mar, no podía ser de otra manera, por mas que la muchacha sintiera que al mirar estaba a cientos de Kilómetros de la orilla de la playa que la familia de Dalí poseía en Cadaqués. Aunque a veces las ventanas, como en el cuadro, no miran hacía fuera, son como los ojos de la cerradura que ayudan a mirar para adentro, a verte mientras contemplas esa inmensidad sin fronteras que se abre ante ti. Tu mirada se pierde mas allá del va y ven de los turistas que empiezan a inundar con sus sillas y sombrillas la primera línea de playa, luego la segunda, la tercera y la cuarta y así hasta convertirse en otro mar de gente. Como un banco de peces esperando a ser engullidos por el sol de otro verano sofocante, por la mezcla de arena y protector solar, con las miradas distraídas que pierden de vista a los jóvenes capitanes intrépidos que se aventuran a ir ese poco más allá de lo que se les ha advertido bajo pena, que nunca se cumple, de ser duramente castigados. Ellos saben que si han llegado hasta allí no pueden detenerse y se zambullen en el agua sorteando una multitud de tablas, colchonetas y cuerpos de todos los tamaños, formas y colores. Un poco más allá encontrarán la libertad del Mar abierto. O eso creen…

Desde la ventana solo hace falta levantar un poco la vista y llevarla por encima de esa multitud imaginada. Cuando lo consigues te quedas sola contigo y la mar vuelve a ser la mar, porque te acoge, te guarda, te conoce, te sientes reconocida. Con tu ojo pegado al de la cerradura navegas con prudencia entre los restos de naufragios. En alguno de ellos reconoces las señales inequívocas y su autoría, en otros todo se torna demasiado difuso y aparecen como neblina de puerto en un cuadro de Monet. Tal vez sea porque aunque las heridas cicatrizan no acaban de curar bien del todo y, de vez en cuando, supuran su dosis de culpa. Maldita educación religiosa, te dices mientras te imaginas mirando por la misma ventana que la hermana de Dalí. Tus pies son mas grandes que los de ella, eso sí, aunque te preguntas si los de Anna Maria eran así de pequeños realmente o eran así porque así la veía Dalí. Asomada a la ventana, con unos pies tan pequeños que no la permitían avanzar, quizás su única opción era la de observar sin participar. Imaginar por encima de lo que la propia realidad parecía ofrecerle. Realmente no sabes lo que podía haber al otro lado pero, precisamente por eso, te gustaría que tu ventana fuera como la de esa joven Anna María.

La gente suele tener miedo a lo desconocido pero, para tí, lo desconocido se ha convertido desde que tienes memoria, en una posibilidad, en una incertidumbre donde albergar la dosis que necesitas para seguir manteniéndote con vida. O mejor dicho, para no perder la esperanza. Quizás por eso tienes los pies mas grandes que los de Anna. A ti no te quedó mas opción que atravesar el marco de la ventana, que saltar y salir corriendo. Sin tiempo para llevarte nada mas que lo que cabía en la mochila que cargaste a tus espaldas durante cientos de Kilómetros. Aunque la que realmente pesaba era la otra mochila, en la que te fueron metiendo mas peso del que nadie debería soportar jamás. Y es que hay heridas que nunca acaban de cicatrizar del todo.

De repente le has cogido un poco de manía a Anna y a Dali. Tienes mas o menos su misma edad aunque aún no hayas cumplido los 17. Pero no estás en Cadaqués y tu casa no da a las orillas de la playa, porque tú provienes de un mar que no protege, que arremete contra todo lo que se encuentra. De ese mar que no hace prisioneros y en donde solo puedes aferrarte a la posibilidad nacida de la incertidumbre, del azar. Porque la certidumbre era que “de esta no se libraba nadie”. Sin embargo, aquí estas, mirando la ventana. Imaginando lo que al otro lado puede haber. Tus pies también están desnudos, pero por motivos diferentes a los de Anna. A tu hermano también le habría encantado pintarte. Claro que no es Dalí, pero no habrías dudado si pudieras elegir. Claro que no era Dalí; aún te cuesta conjugar un pretérito demasiado reciente para asimilar su pérdida. De la noche a la mañana, acuchillado por las concertinas, todo cambió. Ojalá te esperase al otro lado de esa ventana.

No cabe ni un alfiler en el Centro de Estancia Temporal para Inmigrante (CETI, lo llaman). El calor es asfixiante y, de las dos, solo te queda la mochila que no se ve. Con los ojos fijos en ese tragaluz piensas en Anna y en qué estaría pensando ella si estuviera en tu lugar.

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