Vete por la sombra

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Apenas se asomaba el sol por la ventaba. No quedaba otra si queríamos llegar antes de que colocara sobre la perpendicular del horizonte, en ese ángulo recto que tanto castiga, que te pega golpes sin avisar. Cuando estás bajo el sol el reflejo del cristalino se vuelve borroso al mezclarse con la gota de sudor que deambula más salada que una lágrima, con ese regusto a salitre de montaña y tierra seca. Una capa de irrealidad te envuelve mientras vas “amorenando” la hierba lo más rápido que puedes, sobre todo cuando notas que está como de tormenta. Y la inmediatez de la mano atenta a la amenaza constante de esos malditos tábanos y sus inmisericordes picaduras.

Cuando echas la vista atrás, el filtro de “lo que vino después” hace que lo recuerdes diferente. Ya se sabe que el presente acomoda el pasado a su conveniencia. Como personajes de un cuadro de Millet donde las gentes del campo se convertían en los protagonistas de sus cuadros. En la montaña de esta Cantabria vaciada, por lo menos en los prados donde nosotros recogíamos la hierba, Millet habría cambiado quizás el punto de fuga de sus llanuras de siembra por la geografía empinada de nuestros prados, donde no siempre entra la maquinaria y no quedaba otra que hacerla “a la antigua”. Dar vuelta a la hierba a mano, segar a daya/e e incluso recoger la hierba con coloños y empayar. Sábanos de cuatro puntas estiradas en el suelo, sobre las que se amontonaban la hierba seca para luego unir los vértices en diagonal y anudar en el centro. Luego echártelos a la espalda y caminar hasta la cabaña. El tamaño de los coloños variaba dependiendo de quien los llevara y también de la distancia. Dos piernas caminando, sin rostro, sin parte superior. Algo así como el Castillo Ambulante del japonés Hayao Miyazaki o el personajes de «Dentro del Laberinto» con su casa de diógenes a cuestas.

De los campos de Millet, a los cuentos del Japón atemporal pasando por el prado de La Cereceda en Villar de Soba. Y ese calor que se te pegaba como si fuera una segunda piel. Empayar era meterte en un cuarto donde saltabas sobre la hierba para que se prensara bien y entrara el máximo posible. No parabas de saltar envuelto en una nube de polvo que se levantaba como las tormentas de desierto del Sáhara que avisan antes de llegar. La geografía del calor tiene fronteras variables, pero en todas ellas la boca seca, el sudor acumulado, la necesidad de agua, y el Sol dándote con todo lo que tiene. Una capa de bruma, de neblina envuelta en bochorno te envolvía creando su propia atmósfera. La irrealidad de un impresionismo que acolechaba, como si los pintara un Monet empapado por la fiebre.

La luz, no es la misma luz cuando se siente impregnada de agosto, cuando tu aliento seco sale en busca del aire y buscas refugio en las sombras de los zarzales que crecen en las orillas del prao. La luz lo inunda todo hasta el punto de que te sumerge en su caudal de mirada fruncida acostumbrada a modular la intensidad del parpadeo. La luz no es la misma cuando la sientes acariciándote el pelo y rebotando contra el suelo para colocarse en el aire de nuevo. No es la luz de Sorolla, la mediterránea que hace brillar los cuerpos y todo se empapa de esa luminosidad convertida en protagonista, porque en los cuadros de Sorolla es la luz lo que se pinta.

La luz de un día de Agosto recogiendo la hierba, en un campo de la montaña de Cantabria, es otra luz. Y lo que se filtra bajo su lente es un pasado que se niega a desaparecer del todo y se aferra a quienes allí estamos, como si fuéramos su última oportunidad antes de convertirse en recuerdo o solo ser recordado en un cuadro, en un artículo, en una recreación costumbrista en la feria de turno. A ese calor le pasa lo mismo, quizás se aferraba a nosotros porque sabía que éramos los últimos, que ya no encontraría a nadie más con quien compartirse, a nadie más a quien golpear, a nadie más a quien ofrecer la sombra, la sangría en la “cacharra” con los hielos, a nadie más con quien revolver el polvo del verano, el sudor de camisa y piel tostada, las conversaciones para ir pasando el rato mientras el día transcurría con su propio marcapasos. Los días eran tan largos que creaban su particular estacionalidad donde los cubitos de nieve de la nevera recreaban su alegoría de un invierno por llegar. Un anticipo quizás del calentamiento global y el derretimiento de los casquetes polares. La primavera en la madrugada, el otoño de atardecer y la noche era una estación en si misma con sus diferentes paradas, romerias, sonidos y esperas antes de que el sol impusiera su gobierno de luz y ese calor que “acolechaba a uno”. Y ese estar a la testera del sol. Y esa abuela diciéndote medio en serio, medio en broma; “vete por la sombra”.

Y ese lugar ya solo habitado en un cuadro, en un artículo, en un recuerdo.

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