Ante el dolor de los demás -Tardes de soledad
Polémica ganadora de la Concha de Oro de la 72 edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, Tardes de soledad de Albert Serra es una película de perversa belleza y profundo anacronismo, que da la espalda deliberadamente tanto al debate producido sobre la exhibición de violencia no simulada en la pantalla como a lo que hoy consideramos moralmente decente en su nivel más básico. Sin embargo, desde el momento de su primera proyección, la película se convirtió en un guante lanzado al Jurado, y era casi seguro que lo recogería. Porque el guante emociona de forma excepcional: a la vez bordado con arte, aunque golpea certero. La cuestión es a quién, por qué y a qué precio.
Los lacónicos materiales promocionales, ilustrados por el fotograma de una figura ensangrentada vestida de blanco, anunciaban que el documental retrataba “la vida del torero Andrés Roca Rey durante un día de corrida, desde que se viste de luces hasta que se desviste”. Un acompañamiento concienzudo, un documental de observación, una pura grabación: los realizadores se preocupan claramente de dirigir así la óptica del espectador. El director añade que la película se hizo casi sin querer, cuando le pidieron desde la Universidad Pompeu Fabra colaborar en un documental. A Serra en principio no le interesaba este género, salvo que abordara la tauromaquia. Por lo tanto pasó dos años grabando, seguidos de ocho meses editando el material, a diario.
Ante el auténtico asombro de alguien como yo, condenado a seguir el cambio social basándose en los titulares de prensa, la película se produce en Cataluña, donde las corridas están prohibidas desde hace 15 años, en un país donde la recién promulgada Ley de Bienestar Animal es una de las más exhaustivas de Europa. El filme se estrena en un año en el que el Gobierno de Pedro Sánchez, respondiendo a las expectativas de la opinión pública, suprime el Premio Nacional de Tauromaquia, hablando públicamente de tortura animal. También es cierto que la película se hace en un país en el que la tauromaquia se considera un acontecimiento cultural, está sistemáticamente subvencionada por la Administración y, aunque su público va disminuyendo constantemente, las diferentes actitudes ante el mantenimiento de la tradición siguen dividiendo a la sociedad.
Albert Serra rueda la película para mostrar la cosa de una manera nunca antes alcanzable para el público –condenado al convencionalismo y la distancia cómoda de los planos alejados tanto in situ, desde las gradas de la plaza de toros, como en las retransmisiones televisivas–, esta vez es de cerca. Hasta el dolor.
Utilizando tres cámaras armadas con teleobjetivos, la película pega nuestra mirada al torero y al toro, también casi cosidos por una perspectiva aplastada en un duelo, donde un hombre en una estudiada coreografía de movimientos, gestos y gritos, se enfrenta a una bestia salvaje, convirtiendo la vida en un espectáculo.
Un sonido directo e intrusivo presiona los oídos constantemente con el jadeo del toro y el pisotón de sus pezuñas. Una cinematografía deslumbrante; un juego de texturas como esculpidas con pincel en el óleo de un cuadro barroco, las dominantes de color de la arena dorada marcada por pequeños pasos, el negro del pelaje despeinado del animal, el rojo y el fucsia de las capas brillantes manejadas con destreza por una figura menuda con un traje blanco bordado con manos dedicadas de plata y oro. Angelical, rimado en montaje con el vestido de La Esperanza de la Macarena, talismán de los torreros. Una silueta infinitamente solitaria, inmersa en esta ya única realidad, doblada de forma antinatural en arco, golpea al toro con una mirada feroz, como si quisiera ganárselo sólo con ella. Un ser perfectamente centrado en la maestría del movimiento.
El director conduce aún más al espectador hacia el éxtasis pararreligioso-estético, picoteando la figura con la cámara, contemplando los detalles – a veces desnudo con la tela desgarrada, a veces ensangrentado por el arañazo de un cuerno: un cuerpo heroico en triunfo. Se trata, sin duda, de una película masturbatoria para los aficionados a la tauromaquia. Aunque Serra se afane en punzar el patetismo con ironía, aunque sólo sea, con pasión casi homoerótica, filmando en espejos dorados del Ritz al torero con un rosario colgando de su torso desnudo y arreglándose los genitales bajo unas mallas ajustadas.
Tardes de soledad también muestra deliberadamente la violencia y la monstruosidad de la corrida para satisfacción de sus oponentes. Pero, sobre todo, obliga a ver la estetización como demagogia. Porque ni siquiera el formalismo meticulosamente fetichista del director y su fijación en el protagonista humano cambian el hecho de que el torero forma parte de una máquina plural de muerte, que la única soledad real evocada en el título concierne al animal, y que la película es un estudio de dos horas de una matanza ritualizada y sádica en cuya realidad participa el espectador.
No, no se trata de una cuestión retórica, sino del resultado de una estrategia autoral consciente. Veamos de nuevo lo que se presenta. En la secuencia inicial de veinte minutos de la película, acompañamos primero el cerco del animal por una sucesión de hombres que, bajo la cobertura de una armadura blindada, clavan con seguridad una lanza en el cuello del toro, apuñalándole con banderillas adornadas con cintas, que –colgadas en manojos– tiran e irritan las heridas a cada movimiento, empapándose –un atractivo color dominante– de sangre. Ésta corre por los costados del aterrorizado animal, azotado por el dolor, creando un caparazón brillante y áspero, un rasgo formal sobresaliente.
El protagonista de Serra entra sólo ahora –cuando el toro ya no tiene fuerzas para levantar la cabeza y, mojado en sangre y sudor, se tambalea por el ruedo con la lengua fuera– para ejecutar su pasodoble con una muleta roja, rígida por una espada, que clava en el cuello del animal tambaleante y demente. Si no consigue cortarle la médula espinal, sigue clavándole la espada. Hasta que el animal cae de rodillas y se desploma sobre un costado con todo su peso.
La cámara, satisfecha con esta dinámica, aguanta la mirada, se detiene en ella. Los toreros se acercan, comienzan a degollar al animal, el primer plano contempla el movimiento, se oye con precisión el sonido de la carne al ser desgarrada, o el crujido de la tráquea, o el burbujeo de la sangre al verterse.
Acompañan esto con una cascada de los peores insultos y vulgaridades cuya intensidad no me atrevo a repetir aquí, llamando res criminal cuya sangre inmunda no es digna siquiera de la arena de la plaza – un rasgo importante de la mitología de la corrida es la supuesta reverencia piadosa a la bestia. No se trata de una muerte íntima, la cámara apunta directamente a los ojos empañados –
Serra tiene particular afecto a este momento, durante la rueda de prensa subraya su trascendencia, y preguntado por cómo lo vivió en el rodaje, responde que mejor no exagerar. Al fin y al cabo, ¿de qué podemos hablar, si el toro no entiende que se está muriendo? Por eso no tiene miedo a la muerte – devuelve la pelota el director.
Inmediatamente se ata la cabeza del toro con una cuerda para que un caballo arrastre el cuerpo inerte por el ruedo, en nombre del honor u otro asunto humano. También se puede seguir troceando la carne, seleccionando trozos adecuados para trofeos, levantándolos en las manos como una copa de fútbol.
Un momento de respiro y de nuevo un espacio para el humor: el interior del coche, en primer plano, el héroe filmado con el énfasis de una toma frontal, en los otros asientos el resto de la cuadrilla como un coro griego ensalzando su infinita grandeza, la verdad, esa verdad con la que mató y ¡olé!, esos testículos solemnes sin los que nada sería posible. El sudor, como la testosterona, ilumina el rostro del guerrero. Corte. Y otra vez: un ser vivo, sintiendo dolor y miedo, su sangre, su cuerpo-carne, lo miramos, el cuchillo, el celo, el mugido, el azuzar, el tambaleo, la embestida, la caídala trascendencia”. El ritmo se acelera, los adornos son menos, el momento de la matanza cristaliza: segundo, tercero, cuarto, quinto, sexto.
El color del pelaje del siguiente animal-sujeto cambia a un color claro para que la sangre adquiera realismo. Dos horas batidas en ultra primer plano. Cine que sin duda proporciona nuevas emociones. Una imagen que aturde, deleita, aterroriza, que está calculada y que no debería haberse hecho. Los guerreros inician las guerras, pero también es cierto que, en un ciclo interminable de reproducción, la guerra engendra guerreros”, escribía Barbara Ehrenreich en su Ritos de sangre: orígenes e historia de las pasiones de la guerra explicando la fascinación peculiarmente humana por la sangre y el sacrificio de la vida por la inversión de papeles de la especie Homo sapiens y la transformación en la cadena evolutiva de presa a depredador. No es indiferente mostrar como extáticamente religiosos unos rituales que implican sacrificios de sangre – tanto la guerra como otros, incluida la corrida.
Evidentemente tampoco es cierto, como repite Albert Serra con la arrogancia de un presunto ignorante, en sucesivas entrevistas con las mismas frases reiteradas con insistencia, que el proceso en sí fuera inocente, porque primero se limitó al registro plenamente puro, objetivo y pasivo, y luego se concentró en la edición, subordinándolo todo a la estética. Presenta la sacralidad del arte como único criterio legítimo. Y la intocabilidad de la obra. Siquiera un mero cuestionamiento del tema, como hicieron PACMA y luego algunos periodistas, es para Serra cegador y rastrero. Ya que me lo preguntan, no la frecuento, pero prefiero que la corrida exista a que desaparezca, afirma.
La película de Albert Serra fue sin duda la propuesta más estudiada y estéticamente impresionante de la competición. Y tal como quería el Jurado: puede interpretarse igualmente como un canto de alabanza o como una bofetada a la tauromaquia. La cuestión es si este juego artístico con la dualidad es suficiente. Porque no hace falta leer las reflexiones de Susan Sontag sobre la Fotografía para ser perfectamente consciente de que el mero hecho de apuntar con una cámara para documentar un fragmento concreto de la realidad, la elección del tema, es una decisión cargada de ideología, o bien “depredadora”, como decía ella. Que influye en esa realidad y que, por tanto, es un gesto cuya ética puede ser evaluada.
Tardes de soledad utiliza instrumentalmente el medio del documental para mostrar en la pantalla lo que no sería posible en la ficción, y trata la vida y la muerte como un medio para realizar la fantasía de su director de ser alguien que transgrede tabúes.
La película surge en un momento en el que empatizamos con el mundo no humano como nunca antes, y en el que esta empatía normalizada y universal va seguida de regulaciones específicas. Cuando cualquier trama con escenas de maltrato animal debe incluir una declaración de que los animales no fueron dañados durante el rodaje. Esto hace aún más chocante que el cineasta haga del sufrimiento y de la muerte reales los básicos pilares de su documental, para reducirlos al servicio de la imagen cinematográfica.
En esta dimensión, la realización de la película de Albert Serra no es ética, como tampoco lo es premiarla y verla, cosa que ocurre, sin embargo, sin encontrar respuesta al dilema que crece en nuestras gargantas sobre si, ante el dolor de los demás, es más justo sostener la mirada o apartar la vista. Ya es accesorio el cómo el visionado de la obra no conduce a ninguna epifanía, deteniéndose en el asombro formal y el shock de la brutalidad viendo la cabeza ensangrentada del Minotauro con los ojos desorbitados, sin comprender nada del retorcido laberinto de la lógica humana. Todo ello, tras la conmoción inicial, la deja a una con la vergüenza de haber participado.
Pacificcionador
Me pregunto si es ético leer este artículo tan prolijo en descripciones de la barbarie taurómana
Sokal
Pacificcionador: El horror sólo puede ser descrito de forma horrorosa. La diferencia entre este artículo y el documental que critica es que la autora sí condena el horror, y la hipocresía inmoral de escudarse en la estética para no condenar el horror descrito. Que es lo que hace Albert Serra con su película.