“El nuevo régimen quería mujeres sumisas, enredadas entre la sacristía y el hogar, amamantando hijos para la patria”
Un recorrido por el cementerio de Ciriego permite encontrarse muchas cosas si uno va por algo más que por motivos familiares: es posible encontrarse la sobria tumba de Rafael Rodríguez Rapún, el secretario de La Barraca y último amor de su director, Federico García Lorca; o el grupo de tumbas en reconocimiento a los soldados nazis –aliados, junto a Mussolini, de Franco en la guerra civil-.
Para saber los nombres de otros cuerpos inertes hay que irse al cementerio civil, donde el empeño de Antonio Ontañón, histórico presidente de la asociación Héroes de la República y la Libertad, logró rescatar del olvido cientos de nombres de personas represaliadas por sus ideas y enterradas sin nombre ni tumba propia que pudieran visitar sus familias.
Allí acudieron este sábado mas de cien personas, al acto organizado por La Pajarera Magazine –la revista digital a cuya frente está María Toca-, apoyada por organizaciones como la Comisión 8 de Marzo de Cantabria –embarcada en los preparativos del 25N–, la Coordinadora Cántabra de Pensionistas, Interpueblos –responsable de las convocatorias de apoyo a Palestina desde Cantabria-, UGT, CGT, Ecologistas en Acción, Izquierda Unida, Podemos o Verdes Equo Cantabria, y El Faradio
De lo que se trataba era de poner nombre, apellidos, historia y valores a un grupo de mujeres, las que José Ramón Saiz Viadero denominó en ‘Mujer, republica y represión en Cantabria’ las once rosas de Cantabria –en referencia a las trece rosas cuya memoria se mantiene cada mes de agosto– , que fueron fusiladas en noviembre de 1937 (para esa fecha, Cantabria ya había caído frente a los militares apoyados por la aviación nazi y el ejército de la Italia fascista).
Nombres como el de Manolita Pescador, de 19 años, vecina de Monte y con ideas socialistas, a quien se le quiso cargar la culpa de un cadáver que apareció en el pueblo.
O Guadalupe Fernández Pérez (29 años) conocida popularmente como La Pasionaria de Los Corrales, Pilar Benito (21 años, de Aguilar de Campoo), Alejandra Bañuelos Recio (19 años), Damiana Pérez (18 años). . Las otras cinco no se han podido identificar.
Más allá de ese día, hubo más fusilamientos de mujeres: el 28 de octubre de 1937 fueron fusiladas en el frontón de Reinosa, Rosa García García,(30 años) Lidia Fernández Gutiérrez (49 años) Felisa Lasuén Garmendia (28 años); el 20 de diciembre de 1937, fusiladas, Teresa Ceballos González (35 años) Felisa Barriuso González(26 años); y el 22 de diciembre de 1937, Asunción Castañeda Collado (34 años)
Se suman a otros tal vez más conocidos, como el de la periodista Matilde Zapata, directora de La Región (desde donde tuvo que contar el asesinato de su compañero y anterior director, Luciano Malumbres), y que afrontó el suyo “erguida y orgullosa”: presa en el colegio Ramón Pelayo, fue juzgada en el Santa Clara, donde se celebraban esos simulacros de juicio, y condenada a dos sentencias de muerte. “Con una me sobra”, les respondió.
O Fidelita Díez, una poeta y rapsoda –recitadora de poemas- de Torrelavega, cuyo padre militaba en UGT.
Encarcelada junto a su hermano, una noche una manada falangista la sacó de prisión y la devolvió “destrozada”.
A los pocos días, murió, no fusilada, pero igualmente víctima de la represalia y encarnizamiento ideológico, en lo que supone una muestre del componente de género que tienen los procesos de represión y violencia: a la prisión o asesinato, las mujeres suman las agresiones sexuales.
En el componente de género hizo hincapié María Toca, quien recordó que en todo ese asentamiento de la dictadura a base de violencia era fundamental no sólo infundir el miedo entre quienes tuvieran otras días, sino el control de la mujer, como pilar fundamental de las comunidades: “el nuevo régimen quería mujeres sumisas, enredadas entre sacristía y hogar, amamantando hijos para la patria “.
Y a los que se suman otros nombres, ya no de víctimas, sino partes activas en los asesinatos en los que se asentó la dictadura militar apoyada en la Iglesia católica: como el sacerdote Tomás Soto Pidal, capellán del cementerio, que accedía a inscribirlos sin nombre –lo que impedía no sólo la visita familiar, sino el recuerdo colectivo–, y que goza del reconocimiento que la dictadura concedía a los suyos en forma de nombres de plazas o calles, estatuas, etc, con función de ensalzar. En su caso, tiene una calle en San Román y su tumba, con conjunto escultórico, está cercana al altar de la parroquia de la Virgen del Mar.
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