Tras una sonrisa
No siempre se levantaba con ese humor de perros, pero los maullidos del gato reclamando su leche en el plato ya lo habían despertado de madrugada varias veces, pero decidió hacer como si no lo escuchara. No podía vivir esclavo de las demandas y los caprichos del maldito animal. Su miagar como una sirena de siete muertes no dejaba de reventar los tímpanos, tal vez porque era una noche demasiado callada, sin voces, sin ruidos, solo se escuchaba silencio, si no fuera por el dichoso gato, mil veces maldito. No me levantaré, esta vez no; se había convertido en una cuestión de amor propio, de cabezonería, un “a ver quien se rinde antes”. Un pulso a la noche que avanzaba sin tener en cuenta tan absurdas razones y vendettas. Si por ella fuera, por la noche digo, todo podría saltar por los aires que ella seguiría a los suyo. Ni siquiera el viento sur que los había acompado las últimas noches levantaba el más mínimo silbido de contraventana. Pero entre el maldito gato y la maldita espalda había sido imposible conciliar un sueño medianamente aceptable como para que el humor estuviera a la altura. Por más que la sonrisa del espejo intentaba mostrarse conciliadora esa mañana no tocaba. También tengo derecho a estar de mala ostia pensaba para sí, mientras se reprochaba el seguir hablando tan mal como a la vez reprochaba a su hijo que no debía hacer. Menudo ejemplo, se decía de nuevo en un soliloquio improvisado donde quien reprocha es el mismo que causa el reproche. Vamos que lo tuyo es discutir por discutir aunque sea contigo mismo. Ese momento rescatado de la madrugada podría ser uno de tantos momentos que lo definían. Podía hacerse un test de personalidad simplemente recopilando momentos como ese; me enfado conmigo mismo porque no tengo a nadie delante. Cuando lo tuvo aprendió que no podía descargar sus frustraciones con quien tenía al lado, ninguna culpa tenía. No podía enfadarse porque no le comprendieran si, muchas veces, por no decir siempre, ni él mismo lo hacía. Tal vez por eso me enfade con el gato, le vino a la mente como reflexión inesperada que a la vez le provocó una de esas carcajadas que se presentan sin previo aviso, como la epifanía de una mota de polvo. Tal vez… El humor siempre había logrado sacarle el mal humor como si de un dentista se tratara. Bueno, mejor que un dentista, como si se enchufara ese gas de la risa que dicen que hay en las consultas y que parece el remedio a todos lo males. Total, si de algo hay que morir que sea de risa… ¿morir de risa? No, por favor, no imagino mas cruel muerte cuando la risa sale sin sentirla y es la única manera de verbalizar el dolor y la angustia. No muy diferente a las personas que te encuentras a lo largo del día y que disimulan con una sonrisa toda la mochila que llevan a la espalda. Una convención social necesaria para la supervivencia de la colmena, algo así como el visado para cruzar la frontera del contacto social donde sonrisa significa *puede pasar”. A veces a la sonrisa le acompaña un escueto hola, ¿qué tal? ¿Cómo te va? En la línea de esas frases hechas de las que tiramos para salir del paso. Generalmente la sonrisa se sustenta en un “bien, aquí, tirando, haciendo lo que se puede, poco a poco” y tras esas palabras se esconden tantas heridas y magulladuras, tantas historias que nadie puede detenerse si quiera a atisbar la punta del iceberg. Si alguien lo hace, porque necesita estallar como último recurso de verdad y sinceridad antes del suicidio, generalmente, por no decir, todas las veces, la respuesta es un silencio que avanza como si no hubiera escuchado o no se hubiera dado por aludido ante esa clara manifestación de “Socorro” “Auxilio” “Ayúdame” o un balbuceo en el que contestas un leve “animo” a medio camino entre el silencio y el “ojalá no me haya oído” que se va perdiendo a medida que la sonrisa hace un sobre esfuerzo por no convertirse en mueca y dislocarse el alma definitivamente. No creáis que se hace por egoísmo o por insensibilidad, aunque también, porque nos educan para aprender a oír sin escuchar y todo sin tener el más mínimo conato de sentimiento de culpa (es que no viene a cuento llevas grabado en tu hipotálamo moral). Aunque esa parte de cotidianidad despiadada existe, hay otra parte que cada una maneja a su manera, en cuanto a porcentaje se refiere, que es por pura supervivencia. Sabes que si te paras, que si escuchas, que si caminas un paso más al otro lado de la mirada de quien te habla, te asomas en el mismo vacío que al él o a ella le habita. Por eso has decidido convertirte en mimo, imitar sin ser. Aún no eres consciente de que pararte a sentir y pensar te puede llevar al precipicio, sí, pero es en los precipicios donde buscas la manera de aprender a planear, a hacer escalada, o si eres muy utópico, a volar. Quienes lo hacen saben que la revolución aún es posible. Y todo eso (y mucho más) tras una sonrisa.