Tres distopías y una esperanza
El director teatral Peter Brook dejó dicho que “el teatro es como el silencio. Cuando se habla de él, desaparece”. En realidad, podría decirse lo mismo de cualquiera de las manifestaciones artísticas, si de ellas se habla en plan profesoral, ensayístico, académico. Pero el teatro reaparece cuando se habla de una obra teatral concreta puesta sobre el escenario de una sala concreta, y se ve y se oye y se siente. Es más, reaparece tanto más, cuanto de más formas se diga, pues, como acabo de leer en unas declaraciones del dramaturgo, actor y director de escena cántabro Alberto Iglesias, toda obra de teatro es una distinta para cada espectador, algo que también, digo yo, puede decirse de un cuadro, un poema o una composición musical.
En la tarde del 23 de enero reapareció el teatro, hablando de sí mismo, sobre la tarima de la sede de la AAVV San Joaquín (Campogiro), probando que el teatro es una celebración cultural, que no precisa de grandiosos templos. Y lo hizo presentando tres piezas breves, bajo el título común de “Meras coincidencias”, escritas por Ramón Qu, que también las dirige, al frente de la “Agrupación Escénica Unos Cuantos”. La sala estuvo llena, lo que multiplicó por muchas las funciones que allí se vieron, siendo todas la misma.
Uno de los espectadores que allí estaba era yo, que vi “mi” obra de teatro, bueno, “mis” tres breves piezas teatrales. La sencillez, casi austeridad de las puestas en escena no menoscaba la verdad de lo que en ellas se contaba. Son tres relatos distintos y una sola realidad verdadera: las distopías que anidan y crecen en el mundo que estamos viviendo, individual y socialmente considerado. Esa es la coincidencia, que no es meramente superficial, sino que lo expuesto en “El mercado”, “El banco” y “El grito” -las tres piezas que componen el espectáculo- responden a una misma causa: la dejación de un vivir crítico, que se manifiesta de distintas maneras: “El Mercado”, que no es el de abastos, sino ese ente abstracto, que controla los mecanismos, todos puestos a su servicio, para convertirnos, y dejarnos convertir, en masa consumidora, que confunde la calidad de vida con la cantidad de cosas. José María Páez y María Rosa de los Mozos interpretan a los vendedores expertos en despertar en la más reticente de las compradoras, que encarna Elena Aja, el deseo de todo, de lo que quiere y de lo que no quiere, aunque llegar a tenerlo la lleve a la ruina. Y lo hacen, los vendedores, con un lenguaje y una gestualidad persuasivos. Paloma Lloreda y Julio Pemar son, en “El banco”, los encargados de poner voz y gesto a dos personajes complementarios, que no saben que lo son. Desde una misma soledad, él busca, banco a banco, día a día, aunque no sabe muy bien qué, algo que le alivie de la “función” poco satisfactoria, no importa cuál, que le ha tocado en la vida; ella, siempre en el mismo banco, espera, tampoco sabe muy bien qué, depositaria de otra “función” existencial poco gratificante, tampoco importa cuál. Se encuentran en el banco de ella, puesto en un parque donde los pájaros son felices y las flores perfuman el aire, como si de una invitación a la vida se tratara, que se presta a la confidencia, que lleva al acercamiento y se produzca un encuentro esperanzado, por más que incierto. Y se juntan dos soledades, por si la función a cumplir cambiara, y poder compartirla. Parece ser que fue durante un paseo al anochecer y el sol se estaba poniendo y las nubes se tiñeron de rojo, cuando el pintor noruego Edvard Munch oyó un grito en la naturaleza, que resonó en sus entrañas y concibió la enigmática obra, El Grito, que tanta tinta ha hecho correr en su interpretación, prevaleciendo la de la ansiedad y la angustia del ser humano ante lo imprevisto, capaz de remover las entrañas y sumir el corazón en oscuros callejones. Ramón Qu ha concebido la pieza teatral “El grito”, inspirado en el cuadro del mismo título y con parecida acepción, dotándola de un sesgo surrealista, donde el barrendero protagonista limpia las calles al anochecer, cuando no debería pasar nadie por ellas, para no ver lo que pueda entristecer su existencia. Pero pasa una chica excursionista, que acaba de llegar a la ciudad. El barrendero se lo recrimina, no debe ser testigo de lo que está encargado de limpiar, “las cosas que se escapan de las cosas”, la suciedad sí, pero no sólo, ni siquiera esas, las de los desperdicios físicos y orgánicos, sino también y, sobre todo, la suciedad moral, que impregna el aire de la ciudad y al ser respirado envilece a quienes por sus calles pasan. No es una escoba con la que limpia, sino con un cazamariposas, para más subrayar la ironía surrealista. Miguel Simal es el barrendero de mezquindades humanas, cuya visión le provoca unos ahogos, como un grito hacia dentro, con el que el actor remeda el gesto dramático del personaje del cuadro de Munch, y que llega a acabar con su vida, sumido en la angustia y la desesperación. Elena Gutiérrez es la actriz-excursionista, que, inquieta y curiosa, anota todo lo que ve y lo que oye, y comprende, hasta llegar a gritar hacia fuera los nubarrones, que oscurecen las vidas de muchas personas, para las que el sol se pone para siempre. Al grito descarnado de la excursionista le ha precedido un lenguaje alusivo, elíptico, poético, con el que el barrendero ha preferido referirse a los desperdicios de mezquindad humana, que flotan en el aire.
Acotado el escenario por una cámara oscura, para las entradas y salidas a escena, y conteniendo escasos objetos, pero suficientes: un mostrador, un teléfono una farola, un banco de jardín, un cubo de basura, un cazamariposas…y unas músicas puntuales, que dejan respirar a las palabras, el trabajo actoral es el de una interpretación, que se adivina bien dirigida, ajustada de modo convincente a las exigencias de los personajes, y que ha sabido llevar a la conclusión de otra mera coincidencia: la de que son las individualidades: -la compradora, la pareja unida, la excursionista, el barrendero- liberadas de la masificación, que engulle individualidades y genera individualismos, las que pueden revertir un estado de cosas distópico. Para ello, Ramón Qu. ha revestido los textos de una poética sensibilizadora, concienciadora, cargada de dramatismo, hasta llegar al grito hacia fuera, denunciador, con el Elena Gutiérrez, la excursionista, termina la función.