Llamémosle «X»
Decía Gramsci algo así como que quien controla la narrativa, establece el marco mental de los que considerados como bueno y malo, de la ética con la que evaluamos lo que nos sucede y lo que sucede a nuestro alrededor. En definitiva acaba estableciendo en qué consiste el “sentido común”. Y esto es clave para entender como se construye la sociología del fascismo, del totalitarismo, del pensamiento único e intolerante, ante la paradoja muchas veces de que quien lo sustenta tiene interiorizado que lo que hace es lo justo, lo que debe ser, la coartada moral para dar sentido incluso a la mayor de las atrocidades. Llevados al extremo si me educan en que el judío no tiene la categoría de ser humano, me será más fácil mostrar indiferencia ante su secuestro, tortura y eliminación. La experiencia histórica del nazismo lo demuestra de manera recurrente mostrando como lo cotidiano refuerza los símbolos creados para justificar ese atroz sentido.
Louis David y su famoso cuadro “El juramento de los Horacios” en 1784 poco antes de la Revolución Francesa, recreaba una escena de saludo romano que buscaba ser una alegoria sobre la lealtad al estado, en este caso representado por Luis XVI. No parecía el rey francés ser ajeno a la importancia que tenían los simbolos, a la necesidad de reforzar un imaginario simbólico que legitimara su poder, en definitiva a fortalecer esa narrativa de la que hablábamos y que el pueblo no desligase su figura de una forma de entender el mundo que pronto sería derribada. El paradigma del Antiguo Régimen donde un díos, una jerarquia gobernaba el orden de las cosas. Una sociedad en la que nacías y morías en la misma condición que se te había adjudicado al nacer, el pasado marcaba tu presente determinaba tu futuro. Y no podías cuestionarlo por el sentido común dominante en la época era ese. Un marco como establecía una forma de ver las cosas interiorizada y reforzada por un sistema de creencias que quería presentarse como inamovible, providencial: el orden natural de las cosas. Solo te quedaba aceptarlo, porque las cosas siempre habían sido así. Sin embargo, esas verdades inmutables nunca lo han sido por mas que se hayan empeñado en inculcarlas a sangre y fuego. Siempre ha habido situaciones, contextos, personas que han negado un orden de las cosas que buscaba justificar la injusticia y la desigualdad (con todos los matices y contradicciones que haya podido conllevar).
También siempre el ejercicio de poder, cuya finalidad es mantener la desigualdad y el privilegio, ha intentado consolidar esa narrativa, ese orden de las cosas, con un sistema de valores que ofreciera una coartada al privilegio y al supremacismo excluyente. En «El juramento de los Horacios» Luis XVI buscaba reforzar su condicíón de rey designado por Dios. Un Dios que representa los valores universales y el sentido de la vida. En este marco, en esta narrativa, el siervo no puede quejarse. No tendría sentido que lo hiciera. El brazo extendido de uno de los soldados del cuadro muestra la lealtad de la que hablamos. Una reinterpretación del genial pintor francés que no tiene una correspondencia histórica con la Roma de siglos antes, pero que quedó fijada en el imaginario colectivo como real. Y de ahí la misma apropiación y resignificación por parte del fascismo y luego de nazismo de dicho gesto. La resignificación está hecha, sea o no acertada la referencia histórica. Y la ficción opera como realidad. Por lo tanto a cualquiera que se vea hacer ese saludo se le asocia al fascismo y al nazismo, por la brutalidad de lo sucedido que deja marcado para siempre dicho gesto.
Así para un joven criado en la Alemania de los años 30, en la España de los 40 determinados símbolos, saludos, y formas de ver las cosas formaban parte de ese sentido cómún impuesto por el autoritarismo. Entrar en una clase, cantar el cara al sol, rezar a un crucifijo, no cuestionar al párroco del pueblo, creer que la homsexualidad era algo así como la sodomía, o que el papel de la mujer venía marcado por lo que la Sección femenina dijera, formaba parte de ese sentido común avalado por quienes imponían su visión totalitaria del mundo. Y tú formabas parte de quienes debían obedecer. De esta manera el sentido común de la intolerancia, del supremacismo, del rechazo al diferente operaba desde la cotidianidad y personas “normales y corrientes” hacíaan lo que después se rechazaría, simplemente porque lo consideraban como de sentido común.
Sin embargo, como decía Mandela “privar a las personas de los derechos humanos es poner en tela de juicio su propia humanidad”. Ese es el sentido común , la narrativa en la que debe afianzarse los pilares de una sociedad. Si el sentido común nos hace ver al diferente como una amenaza, como un obstáculo que superar o eliminar, como un enemigo, algo estamos haciendo rematadamente mal.
«El juramento de los Horacios» habla de lealtad a un ideal, que el sentido común decida si ese ideal son los derechos humanos, la democracia, la libertad, igualdad o una fraternidad verdaderamente universales, es decir, para todas las personas que habitan este planeta o todo lo contrario, llamémosle X, depende de nosotros.