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El cartero siempre llama
Mi tío abuelo Matías fue durante mucho tiempo el cartero de Soba, más de cuatro décadas repartiendo recuerdos,`pésames y felicitaciones, facturas por pagar, notificaciones… Pedazos de las vidas de personas separadas por la distancia cuya única forma de saber unas de otras era a través de aquellas cartas. Pensarlo desde el «aquí y ahora», desde un mundo donde la tecnología, los dispositivos móviles y las redes sociales conectan en un segundo los dos extremos del planeta, resulta extraño. De forma simultánea puedes viajar, puedes llegar sin moverte del lugar en el que estás. Los correos electrónicos forman parte de un pasado que cuando llegó parecía el futuro hecho presente. Con un wasap podemos hablar horas, intercambiar videos, llevar la inmediatez de lo que nos rodea a miles de kilómetros o a sólo unos metros porque nos resulta tan cómodo ir a un lugar como al otro. De compartir la intimidad a la vista de todos. Quizás una forma de matar la curiosidad y de matar el tiempo literalmente también. Una realidad con filtro de algoritmo para ver sólo lo que quieres ver.
No sé si Matías cuando era niño se imaginó por un momento un futuro así. Las cartas en su época debían de ser uno de los bienes mas preciados a proteger. De ahí la imagen romántica de los carteros y la épica de su misión. De ellos dependía un pedazo de la vida de sus vecinos, porque en aquella época el cartero, no solo llevaba cartas, era parte de lo que ocurría, a veces incluso confidente de tantas idas y venidas. Era una especie de sacerdote bajo secreto sin confesión, de confidente; el vínculo entre personas, amigos, familiares separados, entre ellos y lo que había más alla de lo que su vista alcanzaba a ver o de lo que su día a día alcanzaba a conocer. Imagino la sensación al verlos llegar a la puerta de casa (en Soba, donde me he criado, las cartas se dan en mano y un gesto así genera lazos, momentos, comunidad).
El cartero se convertía en mucho más… No se me ocurre a día de hoy nada comparable. El mundo, me decía un día que me llevaba en su 127 rojo, años después de jubilarse, el mundo no es que haya cambiado, el mundo no es el mismo, es como si fuera otro planeta. Hubo una época donde leer y escribir era un lujo y algunas cartas eran garabatos, dibujos o fotografías convertidas en el lenguaje que cada uno tenía para decir te echamos de menos, aquí estamos, lo siento mucho, o gracias por todo. Todo en un pedazo de papel dentro de otro, sellado con la saliva pegada a los labios resecos de tanto que te quería decir pero que no puedo, todo lleno de esperanzas, de anhelos, de desahogos, pero también de una curiosidad por saber, conocer, por imaginar y recrear en tu mente lo que las palabras construían y la voz interna de una lectura que intentaba evocar la presencia de lo ausente. La soledad y la compañía tenían coordenadas diferentes. La espera era el espacio de la incertidumbre, un lugar de paso necesario donde colocar temores y esperanzas, una forma de aprender a habitar el tiempo que nos separa. Una oportunidad…
Siempre he confundido entre destinatario y remitente, quiero decir en que parte del sobre debía poner cada cosa. No siempre se llegaba con el coche, me decía Matías, muchas veces teníamos que dejarlo y hacer el resto caminado. Y recordaba cuando no había coches siquiera y las carreteras eran aún caminos transitados por ellos, saco a la espalda abriendo sendero, impidiendo que la naturaleza recuperase el territorio perdido. Llevar las cartas era una de las formas de discurrir del tiempo, entre las que se perdían y las que no llegaban a tiempo, un poco como la vida. El mundo era más pequeño decía Matías, o había tantos mundos como pedazos de ellos viajaban en cada carta. O mejor dicho el mundo era una enorme madeja de lo desconocido de la que nos llegaban retales sueltos. Un puzzle inmenso donde los acontecimientos contados vivían en constante metamorfosis del tiempo, de la vida sigue en lo que dura el trayecto, y lo que en el trayecto sucede aún se está escribiendo en una carta que aún no se ha escrito ni enviado.
Lo inmediato era solo la ilusión de lo que ya había pasado, el eco, el reflejo, mientras hoy todo es tan rápido que ni lo vemos aunque lo tengamos en frente, decenas de capas superpuestas que nos sepultan el presente, en un constante futuro que desaparece a cada instante. Me hablaba Matías de su nieta Marga y del ordenador con el que traía el mundo a la cocina de casa y que era para él algo así como viajar a la Luna, a Marte, como “El cartero interestelar” escrito por un Julio Verne nacido en la era de la Inteligencia Artificial. Algo así como el navegador de internet, como la solicitud de amistad de la red social, pero con el tiempo encapsulado en los sobres, con la distancia hecha tinta, con la palabra como arquitectura de historias, como un temporizador de la prisa, mensajero de las malas y las buenas noticias. ¿Te imaginas?