A vuela pluma
Qué el equipaje no lastre tus alas, que el calendario no venga con prisas…dos de los versos que nos dejaba Sabina en sus Noches de boda.
No sabemos en qué momento la mochila que la vida nos echa a las espaldas se convierte en la chepa de un jorobado sin Notre dame, de un Igor sin Frankenstein, de un Salvatore sin rosa que le nombre; en qué momento la corona se quedó sin flores y no somos capaces de encontrar ese lugar de la infancia arrebatada en el que creíamos que todo era posible. Cuando las alas buscaban abrirse paso entre tantos huesos ordenados por una evolución que solo nos da la opción de caminar erguidos para saludar al general, para recibir las órdenes, para agachar la cabeza, para desfilar frente a la bandera, para seguir el protocolo social que marca que ser elegante es vestir de etiqueta.
Y es que en esta sociedad las etiquetas pesan como chepas; algunos no sabemos que las llevamos a cuestas y nos desenvolvemos como si no existieran, como si fueran parte consustancial de nosotros, algo que llevamos en el adn. Otros, les damos tanta importancia, por como nos simplifican y categorizan, que nos rebelamos contra ellas, las sentimos tan ajenas como si de un uniforme con púas se tratara. Y eso no hay elegancia de erizo que lo soporte. A otros no nos molestan tanto, incluso a algunos nos gusta llevarlas porque necesitamos de certezas a las que aferrarnos, y no hay más certeza que la del uniforme, sea el que sea; ese que nos identifica con un grupo en el que nos sentimos protegidos, aunque el peaje sea olvidarnos un poco de nosotros mismos, o precisamente por eso. Nunca se sabe…
En el “almohadón de plumas”, de Quiroga, Alicia, su protagonista, poco a poco va muriendo sin saber por qué:
“Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.”
Y todo porque sin darnos cuenta la mochila, la joroba, el almohadón, la etiqueta, nos van vaciando hasta que, como con Alicia, acabamos muriendo sin saber de dónde venía tanto dolor, tanto hastío, tanto cansancio.
La muerte inexplicable de Alicia, víctima de un animal extraño que vive en su almohadón de plumas, puede ser la nuestra. Un parásito que se nos pega, esa mochila, esa etiqueta, ese prejuicio, esa cadena que no nos deja liberarnos, acercarnos al precipicio y dar un paso más para ver qué pasa ¿Recuerdas cuando saltar era sinónimo de volar?, ¿Lo recuerdas? Pero la mochila pesa y Salvatore no deja de voltear las campanas, su ruido ensordecedor no le deja pensar en nada, no le deja pensar de dónde viene ese bulto que le crece en la espalda. Igor solo piensa en servir a su amo y las piezas de su Frankenstein son las partes mutiladas de «los Nadie» que habitan nuestra sociedad, de los Nadie que nos habitan: La garganta del refugiado, el pie del niño tras pisar la mina, el vientre de una mujer violada, el brazo mutilado de otro niño de la guerra y los ojos de quien ve como el verdugo apunta y dispara.
Y Cuasimodo deambula entre las ruinas de Notre dame, como si la catedral misma se hubiera dado por vencida y solo se reconociera en las llamas que la envuelven. Como si con ellas se esfumaran las huellas de los personajes que la vivieron. Con el cuello de Frollo entre sus manos Cuasimodo duda de si ahogarlo o no, duda de la tragedia épica que lo rodea. Y Notre Dame no sabe si quiere ser más protagonista de amores imposibles, de matanzas y de misas, porque hasta Victor Hugo duda de si Paris bien vale una misa, de si es útil renunciar a algo aparentemente valioso, por lo que realmente deseamos, de si debemos aferrarnos a ese “carpe diem” de los poetas muertos que el mismo Whitman tal vez asesinara por no querer darles la oportunidad de hacer sus sueños realidad, o porque se empeñaba en soñar despierto: “coged rosas, veloz el tiempo vuela, la misma rosa que hoy admiráis, mañana aparecerá muerta”
Y que gane el quiero la guerra del puedo, y que el diccionario detenga las balas, que las verdades no tengan complejos, que no te duerman con cuentos de hadas,
Nos reencontramos con Sabina y desordenamos sus versos para cogerle la medida a un tiempo que factura con forma de guerras y pos verdades, donde cuesta ubicarse y saber qué que llevamos en la mochila, ni cuánto vale, ni si sirve o no para dar el siguiente paso antes de mirar hacia atrás. Tal vez tropecemos con la mirada perdida de ese “caminante por el mar de nubes”, de Friedrich, y sigamos sin entender nada, pero, al menos, sintamos que lo intentamos y que ojalá para la siguiente vuelta: ser valiente no salga tan caro y ser cobarde no valga la pena.