Cómo hablar con nuestros niños sobre los amigos que mueren

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Ha fallecido una menor, de 14 años. Ha fallecido una niña. Se ha perdido una infancia y con ella se pierde un poco la infancia de todas las personas cántabras que han sido testigos de este suceso. Ha muerto una niña. ¿Cómo podemos, nosotros los adultos, hablar con nuestros niños de la muerte de otro niño, cuando la mayoría de las veces no somos capaces de hablar de la muerte en su sentido más amplio? ¿Cómo les contamos a nuestros niños que sus amigos también se mueren? Empezando por lo principal: hablando de la muerte como parte de la vida.

Hablar de la muerte es un tema complejo porque como sociedad no estamos preparados para ello. No nos lo enseñan, no nos lo permiten, no está socialmente legitimado manifestar o mostrar el dolor cuando lo que se promueve es la apariencia permanente de la felicidad y la ocultación del sufrimiento.

¿Hay mayor dolor que la pérdida de una infancia? Resulta difícil asimilar que un niño se muere, porque es algo que va contra natura. Pero los accidentes, las enfermedades, los homicidios, las guerras, los suicidios, las catástrofes naturales no discriminan a la infancia. Como adultos nos protegemos de este dolor inexplicable e intentamos hiperproteger la infancia de nuestros niños. Pero crear ese escudo es inútil, porque están presenciando esa realidad de manera constante a través de lo que ven o lo que oyen.

Las niñas y niños deben de tener la oportunidad de aprender sobre la muerte a través de las observaciones que hagan en su vida cotidiana y los sucesos que ocurran en ella, y nosotros, como adultos, tenemos la responsabilidad de aprovechar esas oportunidades que se les presentan para enseñarles sobre estos conceptos, sobre cómo vivir el dolor y cómo aprender a manejarnos en él. Para este paso, como adultos, sería recomendable que antes de hablar de la muerte con nuestros niños, pensemos en nuestras propias experiencias infantiles con la muerte y cómo nos sentimos al pensar sobre ello.

Cuando estemos preparados, (que en la mayoría de las ocasiones debería ser así, porque todas las personas hemos transitado por ese dolor en algún momento), lo ideal es buscar el espacio y momento adecuados y, desde el afecto y el cariño, utilizando palabras sencillas y sinceras, hablar de la muerte. Nombrar la muerte.

Las investigaciones en este campo nos dicen que los niños perciben y reaccionan ante la muerte de diferentes maneras en función de la edad, personalidad, nivel de desarrollo, sensibilidad, experiencias previas vividas, habilidades de afrontamiento y  capacidad de pensamiento. Y se sabe que los niños piensan, reflexionan y hablan sobre ella  de diferente manera en las distintas fases del desarrollo.

Teniendo en cuenta todo esto, se recomienda la honestidad, hablar siempre desde la irreversibilidad del acontecimiento, evitar confusiones con conceptos inadecuados (la muerte es quedarse dormido, la muerte es marcharse), dar un espacio para que sean escuchados, para que hagan las preguntas que necesiten, para que expresen sus emociones, para tolerar el silencio o el mutismo si fuera su necesidad. Invitarlos a participar en los ritos si es su deseo, siempre con previo aviso de cómo se desarrollará, pero nunca forzarles a hacerlo. Ante todo, mantenerse física y emocionalmente a su lado para tranquilizarlos cuando lo necesiten.

No podemos dejar de lado a la familia en duelo. Han perdido a un hijo, a un hermano, a un nieto… No hay palabas de consuelo, ni definición. Solo respeto a su dolor, a su intimidad, a su manera de gestionar la pérdida y dar el tiempo necesario para poder aprender, si acaso es posible, a vivir sin el ser querido.

Quizá, surja esa pregunta temida: ¿por qué? Admitamos como adultos que nosotros también nos hemos hecho esa pregunta y no vamos a encontrar ninguna respuesta que nos consuele. Que hay cosas controlables y otras no, y que no hay responsables, ni culpables, ni justificaciones. La única forma posible de manejarnos en el dolor es generar una red de cuidados, tan ausente en nuestro sistema y cultura  actual, para acompañar, para detectar el más mínimo dolor, para dar permiso a la expresión del sufrimiento, para ofrecer recursos de ayuda tanto familiares, sociales, de salud mental. Dosis de paciencia, de compromiso, de tolerancia, de cariño, de respeto al malestar ajeno.

Si no somos capaces de dar soporte al dolor del otro, ¿cómo vamos a aprender a soportar el propio? O mejor dicho: sin pasar por una reflexión personal sobre cómo es nuestra forma de estar ante el sufrimiento, difícilmente vamos a ser buenos acompañantes en ello.

Siguiendo la filosofía del famoso psicológo Willian C. Kroen, cuando ayudamos a los niños a curarse del dolor que produce la herida emocional de la muerte, los estamos dotando de capacidades y una comprensión que les servirá para el resto de su vida, una vida con una y mil muertes hasta la suya propia. En conclusión, impulsar la educación emocional: afecto, compromiso y tiempo. Aprender a cuidar. Es probable que esa sea la mejor prescripción para hacer de nuestros niños unos adultos con habilidades para estar en la vida, con sus luces y sus sombras.

 

 

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