El rey ha muerto
Tengo que confesar que he matado al rey. Figuradamente, claro. Desde que ocurrió cada palabra que pronuncia suena vacía, cada gesto impostado, y sus actos, con la propaganda que los acompaña, parecen maniobras desesperadas para reanimar a un cadáver.
Su padre, el rey emérito, ya estaba muerto, pero a ese no lo maté yo. Lo descubrí por accidente navegando por internet. Lo mató José Mújica, quien fuera presidente de Uruguay, cuando, durante su mandato, recibió la visita del emérito, quién sabe ahora si aprovechando que pasaba por Panamá, en su humilde vivienda en las afueras de Montevideo.
Lo recibió a la puerta de su casa y lo llevó dulcemente del brazo a un rincón del jardín, donde lo acomodó en un sencillo banco. Quedaron sentados uno frente al otro, como el conocimiento y la ignorancia; dos polos opuestos de una misma humanidad.
Las cámaras recogieron el momento en que Mújica le decía que había aprendido a vivir liviano de equipaje y que, aunque algunos lo consideraban un presidente pobre, su experiencia vital le había enseñado que pobres son los que precisan mucho para vivir. Tras estas palabras, tocó suavemente el brazo del rey emérito y continuó hablando: tú no puedes entenderlo, dijo, porque tuviste la desgracia de ser rey; Juan Carlos I reía sin entender nada, ajeno al magnicidio que estaba teniendo lugar; te pusieron arriba de un florero, añadió Mújica. Las cámaras no recogieron más, pero no hacía falta. En dos frases y con la precisión del que se conoce a sí mismo, el viejo presidente desmontó una farsa que dura siglos.
Estas son las instrucciones para matar, bien muerto, a un rey. Sin necesidad de guillotinas, cacerolas ni referendums. Basta con descubrir, cada uno de nosotros, al mendigo que se disfraza de rey, se pone la corona y acarrea sus contradicciones. Al hombre perdido en la ilusión de una misión superior, que busca, como quien pide limosna, la legitimidad que el pueblo no le ha dado.
Cuando nadie se incline para saludar, ni agite banderitas a su paso, ningún decreto, ceremonia o adorno podrá mantenerlo con vida.
Cuando finalmente lo veamos así, desnudo y víctima de su propia confusión, entonces podremos decir: el rey ha muerto, viva el rey.