La madriguera LXX. «La otra normalidad»
LA OTRA NORMALIDAD
Felipe Jiménez de Arechaga
En casa somos tres; mi pareja, Gala (nuestra perra) y yo. Vivimos en una ciudad pequeña, donde un recado de cinco minutos te lleva veinte porque todos nos conocemos, y saludar educadamente lleva su tiempo. Aquí no hay mucho anonimato, pero estamos rodeados de más árboles que de cemento. Durante el confinamiento, descubrí que existía, (y aun existe) otra normalidad delante de las cortinas.
Cuando miraba por la ventana pensaba en la soledad. Pero no me molestaba. Tarde o temprano, nuestro instinto gregario, al igual que el agua, iba a encontrar una salida. Sin embargo, mientras empañaba intermitentemente el cristal con mi aliento, pensé en la ventana como en un espantapájaros, que, incapaz de bajar los párpados, es condenado a verlo todo. En cambio yo, podía cerrar las cortinas. Sentí pena por ella.
Desde tiempos inmemorables han sido parte de la familia; pendientes de alumbrarnos y calentarnos, de ventilar y soplar las sombras de la peste, de protegernos y alertarnos. En cambio ahora, y sobre todo durante el confinamiento “las ventanas artificiales”, con el pegamento mental que emanan de sus pantallas, las ensombrecían y relegaban al mismo nivel que una pared.
Atrapados en las redes y enganchados a un algoritmo, la vida, allí fuera, en la otra normalidad, se despertó, sin que nadie se diese cuenta salvo nuestras ventanas. ¿De cuántas historias habrán sido testigos? Tal vez, ya eran demasiado sabias para que el confinamiento les afectase. Aun así, me daba pena que tuviesen que verlo todo, aunque no quisiesen. Me recordaban a los abuelos.
Antes de darme cuenta, la atmósfera apocalíptica había atravesado la ventana, contagiando mi mirada, mostrándome el miedo de la gente que se ocultaba. Pasaban las horas, y aunque el sol surcaba el cielo, el día parecía estar retenido para siempre, a primera hora de la mañana. Resultaba extraño no sentir el bullicio de la gente, ni el ritmo que marcaba la rutina. Nadie se despertaba, nadie se movía y nadie se cansaba. No repiqueteaba si quiera, la campana de la iglesia. El reloj había perdido sus horas, salvo una. Las ocho de la tarde.
El día que saqué a Gala, la cuidad era como una postal donde solo transcurría la primavera. La nada alrededor, lo ocupaba todo, como una muchedumbre invisible. Las miradas se filtraban por detrás de las cortinas como cámaras de vigilancia. Aunque vacía, la calle parecía habitada, y que yo, llegaba tarde. El silencio era forzado, como si se callara a escondidas. La naturaleza se abría camino entre las grietas, y aparecían plantas donde antes solo había pasto. Los toboganes y los columpios eran enterrados por la maleza. En poco tiempo, los prados crecieron como selvas. Las miradas de complicidad por encima de la mascarilla, atravesaban la piel, y el temor al contagio, se calaba en los huesos. Los gatos paseaban a sus anchas, como nuevos terratenientes. Otros animales se dejaban ver, pero por accidente. Nuestro miedo a salir, era la valentía de la naturaleza, empujada por la primavera. Así era, la vida en nuestra ausencia.
De vuelta a casa, me di cuenta de que llevaba tiempo sin ver a nadie. Siempre se veía a alguien a lo lejos, caminando a escondidas. Pero ya no. Apuré el paso, como si fueran a cerrar el portal de la nueva normalidad, y nosotros, a quedarnos allí, atrapados en la otra normalidad. Pero por muy rápido que caminase nunca parecía suficiente. Me inquieté. El viento comenzó a soplar más fuerte. Las copas de los árboles murmuraban y se agitaban como una multitud nerviosa, y las nubes, se apresuraban por cerrar el cielo. Como Gala iba suelta, tuve que llamarla mientras se entretenía olisqueando un árbol. Al hacerlo, sentí que alguien me espiaba, oculto en la naturaleza. Me quedé quieto, esperando a que algún animal saliese corriendo, escapando de mi presencia, pero nada parecía moverse. Además Gala no daba indicios de percibir nada fuera de lo normal. Me dije que estaba nervioso. Aun así, no me quitaba el escalofrío. Fuese lo que fuese, tenía tanto miedo como yo. Eché una ojeada alrededor, y me sobresaltó un coche de la Guardia Civil que patrullaba el barrio. Volví a llamar a la perra con más ímpetu y echó a correr hacía mi. En ese momento, me pareció ver, por el rabillo del ojo, como una sombra se movía y escondía en el siguiente árbol. Cogí a la perra por el collar y la até con la correa, sujetándola con más tensión de lo normal. Cuando me di la vuelta para regresar a casa lo vi. No era un animal. Era un fantasma.
Al ver que lo había visto se quedó quieto. Inmóvil como una estatua. Me miraba como un gato asustado, esperando a ver cuál era mi reacción. Gala, dio indicios de percibirla también, pero actuaba como si fuera un vecino más. Y tal vez lo había sido. Era evidente que no la suponía una amenaza. No sé cuánto tiempo nos pasamos así, ni lo que habrá pensado algún vecino que me haya visto. De pronto, me sonrió y desapareció a través de un muro que delimitaba con una casa.
De camino a casa, como saliendo de un sueño, me di cuenta de que además de los animales, los fantasmas también nos temían. No sé por qué, pero me acordé de las ventanas.
Miré a Gala y le pregunté “¿Qué es lo que veis en los humanos?”
Imagen cedida para «La madriguera» por su autor, Carlos San Vicente.
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