Viva el rey, SL
Con el papel de los reyes y la monarquía es difícil llegar a un consenso. Donde unos ven un rey o un comandante en jefe otros ven un mendigo o un mamarracho. Donde unos ven una embajada de la marca España que representa a todos los ciudadanos, otros ven una institución anacrónica y elitista sostenida por una corte de apellidos compuestos que han hecho de las diferencias sociales una forma de negocio.
Yo no se qué pensar. Por un lado me resulta extraño que en democracia, y en un mundo en que hasta el Papa -que es infalible- se elige por votación, haya cargos públicos que se transmitan por vía vaginal. Por otro lado coincido con quienes consideran a los Reyes como irresponsables, de sus actos. Al fin y al cabo ellos son un síntoma y no una causa.
Pero eso debería ser objeto de otra reflexión. El motivo de estas líneas es sumarme a las recientes iniciativas en apoyo al rey y a la institución monárquica: el manifiesto, el video con los vivas al rey, la decisión del gobierno de mantener en el código penal el delito de injurias a la corona, la distinción de la Junta de andalucia, y, previsiblemente, los informes que prepara la Fiscalía en relación con presuntas actividades delictivas de varios miembros de la familia real.
Y es que, cómo no empatizar con Felipe VI; su padre en el destierro, un cuñado en la cárcel, al menos una de sus dos hermanas que no sabe nada de nada -certificado ante notario- y casado con una plebeya divorciada y republicana. Seguramente heredó la resiliencia de su madre, quien aguantó a Campechano durante 40 años con tal de no perder sus privilegios.
Confieso que con tantos escándalos salpicando a Juan Carlos I yo también estuve a punto de perder la fe. Hasta que entendí el complot de la prensa extranjera para no informar de Venezuela. Resulta fácil resulta ensañarse ahora con el emérito como si no fuera la cosa nuestra, al modo en que derribamos estatuas de antepasados esclavistas mientras no levantamos un dedo para impedir miles de muertes de esclavos contemporáneos en nuestras orillas.
Juan Carlos I, antes de abdicar y darse a la fuga, fue un fiel reflejo de la sociedad a la que representaba, mayoritariamente egoísta, machista y codiciosa. Cumplió a la perfección y así hay que reconocerlo. Algunos esperan ver la cara de otro reflejada en el espejo donde se miran.
Por si esto fuera poco, y más allá de comisiones millonarias, herencias en paraísos fiscales, correrías de alcoba o tarjetas opacas -peccata minuta-, es de justicia agradecer el alto valor educativo de la monarquía. A la manera de un moderno barrio sésamo, el padre, como el conde Draco, nos enseñó a contar desde uno hasta cien millones. El hijo, como Coco, con menos gracia y el azul por dentro, nos enseña a distinguir, en estos tiempos de nueva normalidad, entre lo normal y lo habitual.
Así, el llamamiento del rey a la nobleza durante el confinamiento para repartir leche y aceite entre los pobres puede ser habitual -más cuanto más retrocedamos en el tiempo- pero no normal. Dar limosna con la mano derecha mientras con la izquierda se alimenta la brecha de la desigualdad no puede considerarse normal en ninguna sociedad que se diga desarrollada.
Tampoco es normal que el príncipe heredero de un reino con el 20% de sus súbditos en riesgo de exclusión social, se regale una millonaria luna de miel financiada por un testaferro de su padre. Eso por no hablar del hecho de que un rey renuncie a una herencia conseguida de forma ilícita sólo cuando su existencia se ha hecho pública.
Por el contrario, al precio de atropellar la dignidad de algunos jueces y periodistas, impedidos de hacer aquello para lo que se prepararon: impartir justicia e informar de lo noticiable con libertad, resulta normal y no habitual que su hermana Cristina no esté en la cárcel, así como que ninguno de los grandes medios generalistas españoles informe – si no es a toro pasado- de los escándalos que afectan a su familia.
El Mulá Nasrudín se había convertido en un favorito de la corte.
Aprovechaba su posición para poner en evidencia los métodos de los
cortesanos. Un día que el monarca se hallaba excepcionalmente hambriento
le habían preparado unas berenjenas tan deliciosas que ordenó al jefe de
cocineros del palacio que se las sirvieran todos los días.
-¿Acaso no son las mejores hortalizas del mundo, Mulá?, le preguntó
a Nasrudín.
-Las mejores, majestad.
Cinco días más tarde, cuando las berenjenas ya habían sido servidas
en diez comidas sucesivas, el rey tronó: “¡Alejen estas cosas de mi vista!
¡Las detesto!.
-Estas hortalizas son las peores del mundo, majestad, coincidió
Nasrudín.
-Pero, Mulá, hace menos de una semana dijiste que eran las mejores.
-Lo dije. Pero yo estoy al servicio del rey, no de las hortalizas.