El virus #ambar21 que cambió el sistema
||por Rafa Casuso (Cantabria ConBici)||
Era una tranquila mañana de domingo de primavera, cuando todo empezó a cambiar en una pequeña e insignificante ciudad del norte del país. En ese día de la semana, el ritmo de la ciudad se ralentiza para todos. La actividad económica y el orden social impuesto, se relajan en los días de asueto. Los motorizados con ruedas reducen su transito por la ciudad y los de a pie salen a caminar y disfrutar del sol y del aire, un poco más limpio ese día de la semana que el resto de los días laborales.
Sin embargo, poco a poco, todos percibieron que algo raro ocurría en esa ciudad, en ese domingo. Algo era diferente a los demás días, algo extraño se percibía. En los tótems que regulaban el escenario del tránsito y la movilidad urbana, como altares instalados junto a las aceras y al asfalto gris, se veía menos colorido.
Los colores rojo, verde y ámbar dentro de sus círculos, en los imponentes pedestales en forma de tótems fálicos y distribuidos por toda la ciudad, marcan el movimiento de las máquinas con motor y ruedas, auténticas depredadoras de espacio público. En esa misma estructura, a los sumisos de a pie, con unos canenes verdes y rojos en sus cuadrados, se les indica cuando se les da o no permiso para, rápidamente, pasar de una acera a otra y no hacer esperar mucho al poderoso metálico, ansioso de ponerse en marcha de nuevo.
El rojo, el verde y el ámbar se disputan los tiempos, aunque el ámbar apenas juega en esa disputa, es un color de transición, un segundón. Pero en esa disputa, no saben que las instituciones políticas con sus sistemas inteligentes de “Gran Hermano”, lo llaman “Smart-city”, y sobre todo bajo la influencia de los poderes fácticos, dirigen el ritmo de los colores a su antojo. Ahora…mucho tiempo al verde y poco al rojo…ahora poco tiempo al rojo y mucho al verde.
Los depredadores de metal con motor y ruedas rujen parados, impacientes, con sus motores en marcha. En los días laborales en hora punta, y casi siempre, las calles de la ciudad están llenas de estos especímenes contaminantes y ruidosos. Hay que contentarlos y que el verde sea prioritario, para den rienda suelta a su instinto cochista. Los de a pie, sumisos en este juego maquiavélico, aguantan en el borde de las aceras a que el gran poder del sistema se apiade de su espera y les permita pasar de un lado a otro de la calle. El ámbar, en sus tres pobres segundos de vida en cada ciclo, trataba de mediar entre el rojo y el verde, para atenuar los cambios bruscos de velocidad de las máquinas de metal. Poco sentido había tenido hasta ahora su corta presencia en el tótem lumínico.
Pero a partir de ese domingo de primavera, el color ámbar dejó de mediar entre el rojo y el verde. Sin más, se quedó sólo en su círculo y empezó a ser el gran protagonista, parpadeando en la mayoría de los de los tótems luminosos de la ciudad. Algo raro estaba pasando y todos los ciudadanos de la pequeña ciudad norteña, los motorizados con ruedas y los de a pie, pensaron que, en los sistemas infalibles e inteligentes del control del tránsito y la movilidad, algo había fallado. Sería temporalmente, en breve, todo volvería a la vieja normalidad.
El que hubieran desaparecido temporalmente el rojo y el verde, no era mayor problema. La norma escrita y sagrada de las autoridades competentes en el tráfico, establecía que ante la presencia sola del color ámbar parpadeante, las máquinas motorizadas con ruedas, ante el paso de los de a pie por los lugares señalados, deberían de parar y cederles “siempre” el paso. No había concesión, era así. Todo era cuestión de paciencia para los que manejaban la máquina a motor con ruedas, había que controlar la ansiedad al volante por la situación temporal. El ámbar mandaba.
Pero transcurrió el domingo y la semana siguiente y los días, con el color ámbar como el único actor de la circulación. Las autoridades, ante las preguntas de todo el mundo por las circunstancias anormales del tráfico, respondieron que el problema era consecuencia de un extraño “virus” que había infectado sus servicios inteligentes de control del tráfico y que en poco tiempo los técnicos resolverían el problema. No había razón para la preocupación y pedía a los conductores de las máquinas con motor, paciencia y precaución para no atropellar a los de a pie cuando atravesaran las calles.
Mientras tanto en la ciudad se empezó a notar una serie de cambios en las calles y en las personas. Se redujo paulatinamente la velocidad de los vehículos a motor, ante el temor de atropellar gravemente a los viandantes. Muchos conductores optaron por dejar el coche ante la ansiedad que les producía no poder conducir a sus anchas y a su velocidad crucero como antiguamente, en que el verde era su mejor aliado. El color ámbar no admitía dudas, los pasos de peatones eran para los de a pie, que comenzaban a darse cuenta de las ventajas y lo agradable que era ahora, gracias al ámbar, moverse por la ciudad.
Siguieron pasando los días y el “virus” y la nueva situación, no solo afectó a los semáforos de la pequeña ciudad norteña, sino que se extendió por muchas otras ciudades del país y de otros países, sin que se encontrara un antídoto a esta situación. Ya se hablaba de pandemia, del “virus” #AMBAR21. Era necesario recuperar como fuera los colores verde y rojo, a los que todos estaban acostumbrados. Los técnicos en la materia lo intentaban entre debates y disputas, no encontraban la solución, no era fácil volver a la normalidad. En los medios de comunicación era el tema prioritario en las noticias. Los tertulianos en las radios y televisión no hablaban de otra cosa. Sólo algunos tótems, asintomáticos decían, funcionaban, unos pocos curiosamente ubicados en lugares estratégicos de la ciudad.
Con el paso del tiempo, las instituciones políticas y los poderes fácticos tuvieron que resignarse y comunicar a la población que la situación era irreversible y que, en los postes reguladores del tráfico, el ámbar parpadeante sería el único color existente. Había que adaptarse a la nueva situación, cambiar nuestro modelo de movilidad. Se anunciaron nuevas medidas en la movilidad, como ampliar y complementar a los semáforos en ámbar, con pasos de cebra, que irían ganando espacio para reducir costes energéticos. No era lo mismo mantener económicamente los tótems lumínicos con tres colores, que hacerlo con solo color un color, el ámbar.
Toda la sociedad tuvo que acostumbrarse a la nueva y extraña situación creada por el “virus” #AMBAR21.
Los del metal motorizados con cuatro ruedas tuvieron que ceder, no quedaba más remedio, habían perdido sus privilegios en la ciudad, no tenía sentido utilizar el coche, la velocidad se había reducido drásticamente y ya no era como antes. Mejor abandonar las máquinas motorizadas en la ciudad. El espacio público ya no era lo que era antaño, habían perdido su protagonismo y prepotencia.
Los de a pie, al contrario que a los de los coches, andaban a sus anchas. Sentían que la ciudad había cambiado. No se oía el ruido de los motores. La gente caminaba por las calles sin tensión. El aire era limpio y ya no era necesario usar la mascarilla para evitar la contaminación de los coches. La ciudad se había convertido en un lugar apacible y agradable, en donde se podía disfrutar de la vida en otras condiciones. Se podía socializar de otra manera. Se podía dejar a los niños jugar en las calles sin peligro de ser atropellados. Todo era mejor sin tanto metal contaminante alrededor.
El “virus” #AMBAR21 había cambiado el sistema, la vida de los ciudadanos a pie, había cambiado a mejor, para todos.
(Quizás haya sido una utopía, pero las utopías casi siempre han dado lugar a avances, a mejoras en la situación de un presente, la mayor parte de las veces muy negativo)