Venir llorado de casa
No siempre es fácil comprender el sentido de lo cotidiano; no es lo mismo casa que hogar diría el caracol muy a pesar de su aparente contradicción a la vista de todos. Las cuatro paredes pueden resultar frías o inexistentes para el nómada. Las cuatro paredes se te pueden caer encima o dar cobijo según se tercie, incluso ambas cosas a la vez lo que no deja de ser una locura peligrosa.
El hogar es otra cosa, trasciende esa ubicación inmóvil, física y localizable bajo una determinada arquitectura. A veces coincide, pero no siempre, otras nos obligamos a que encaje y ahí es cuando todo se derrumba incluso aunque la estructura externa se mantenga en pie.
Son las personas quienes le damos sentido a las cosas. La huella que dejamos en ellas, en como las habitamos y sentimos, por la reacción que al hacerlo generamos en aquellos con quienes lo hacemos y en nosotros mismos primero. Algo así como cuando ganabas al juego del escondite diciendo: “por mí y por todos mis compañeros, pero por mi primero”. Quizás esa sea la clave.
Así esas casas y cosas se convierten en depositarios de la mezcla de quienes las viven, como una especie de alquimia que las dota de alma, de vida, de corazón. Un organismo vivo que late al ritmo de sus habitantes. Y no solo pasa con las cosas y las casas, sucede con los lugares. Una calle, un banco del parque, una habitación de hospital, la cocina, Londres, Sobarzo, Barcelona, Villar, Santander; un abrazo, una despedida un porqué. De las geografías mas grandes a las mas diminutas les acabamos dando el sentido de nuestra experiencia vivida en ellas. Y así tantos y tantos ejemplos como personas lugares, casas y cosas. Como si fuéramos una fuerza creadora en los multi-versos que nos rodean. Todo es poesía.
Cuando te dicen “hagas lo que hagas pon el alma en ello” y al hacerlo algo tuyo prevalece. Quizás esté relacionado y sea como una especie de rezo ancestral que aún pervive en nosotros y que logra que veamos muchos mundos en un solo. Meta-versos donde no haga falta internet y veamos la poesía que hay detrás, que forma parte; esa poesía que late hasta debajo de las piedras.
Cuando decimos “no hagas un mundo de esto o aquello” tal vez sin darnos cuenta no hacemos sino sacar a relucir la potencia de lo que sentimos, amor, odio, rabia, esperanza, miedo, dolor, alegría se van posando como polvo del Sáhara sobre la piel de nuestro día a día.
Ya nada es lo mismo. La calle no es la misma cuando vuelve a pasar por ella, no es la misma esa silla vacía a la entrada de la cafetería, tampoco la cafetería, y esa misma sensación de vacío se traslada a lo que te rodea, los bancos, el paisaje, no es la misma primavera, ni el mismo otoño, no significa lo mismo la lluvia, ni significan los mismo tus ojos. No es el mismo el viento, ni el tiempo tampoco, no son lo mismo los momentos que estamos solos.
Y cada lugar, cada casa y cada cosa adquiere el significado de quien lo vive, y de cómo lo vive. Y así, deletreado en el mapa de la memoria, cuando vuelves en forma de recuerdo a recorrer ese camino, o visitar ese cementerio, esa estación de tren o autobús, esa terminal de aeropuerto, el punto exacto de ese museo en que palideciste, las gafas de sol de aquella resaca convertida en amanecer, el patio del colegio, el ladrido de los perros, el olor de la hierba, el espasmo, el escalofrío por la fiebre, su mirada…
Logramos hacer que todo cobre vida a golpe de un sentir que a veces permanece inalterable, grabado a puro fuego y otras, como el mismo fuego, arde, de mas a menos, hasta apagarse y caminar sobre las cenizas, con olor a incienso, a triste o a contento, a final o a comienzo. Tal vez por eso nos cueste tanto volver a determinados lugares, casas, cosas y personas o precisamente por eso tengamos la necesidad de hacerlo. Quizás por eso haya a quien le guste tanto viajar y quizás por eso mismo haya a quienes no les guste hacerlo y se encierren tanto en si mismos para aislarse, para incomunicarse del resto.
Y es que si los lugares casas y cosas tienen vida, hay que tener cuidado con ellos y aprender a transitarlos conscientes de que no saldremos indemnes. Aunque haya quienes los dibujen de nuevo creando un palimpsesto, en el que lo nuevo tapa a lo viejo, esa presencia fijada en el tiempo se convierte en espejo de la vida, del momento vivido, en lo malo y en lo bueno, y late para vivir. Si lo matamos una parte de nosotros muere.
Porque por más que lo escondamos, venir llorado no significa no llorar, simplemente quiere decir que no quieres que nadie lo vea. Pero bueno, eso ya depende quizás del tipo de caracol que uno sea. O si hace sol o llueve, o si llevas o no mucha casa, mucha mochila a cuestas. Y es que a veces para vivir hay que ponerse en modo “súper_vivencia” (y saber elegir cuando va junto y cuando va separado).