Vergüenza infinita
No puedo, simplemente no puedo, olvidar la noticia que dio Enric Gonzalez, en el Diario, hace unos días. Decía así:
El otro día, el 11 de este mes, alguien comprobó que esa muñeca que llevaba horas sobre la arena era en realidad una niña muerta. Tenía seis meses. En poco tiempo se averiguó que el pequeño cadáver procedía de un naufragio. El 21 de marzo, una patera con 15 personas a bordo zarpó de Cherchell, en Argelia. Nadie sobrevivió. El ADN demostró que un cuerpo de mujer encontrado en una playa balear era el de la madre del bebé.
Desde siempre, un pilar fundamental del dominio occidental fue la clasificación de los pueblos en una jerarquía en la que los europeos, situados en lo más alto, poseían cualidades intelectuales y morales superiores, mientras que los americanos, africanos y asiáticos nativos, que ocupaban posiciones inferiores, carecían de estas cualidades en diversos grados. Este sistema de creencias que legitima y sistematiza esta clase de desigualdades, tiene un nombre: se llama RACISMO.
El racismo, maldito sea, legitima la explotación y el dominio por parte de un grupo conquistador o privilegiado -a menudo las dos cosas – sobre otro al que se tilda de inferior.
Pero, no lloremos sobre la leche derramada.
Ni por las mortandades que ahora acontecen y que tendremos que cargar para siempre sobre nuestras espaldas.
Volvamos atrás para intentar comprender como es posible que nuestra civilizada sociedad haya caído tan bajo. Que haya caído tan bajo, hace tanto tiempo y que sigamos sin poder hacer nada para remediarlo.
Hace tanto tiempo.
Porque los racismos, también h ay que decirlo, antecedieron con mucho a la teoría de las razas e influyeron en las instituciones que hoy nos gobiernan. Partiendo de esta base, creo que un estudio del racismo debería comenzar con las Cruzadas (después de todo no nos pillan tan lejos, sigue habiendo un montón de ellas); Debería comenzar con las Cruzadas y con los conflictos del cristianismo y el islam en la periferia mediterránea en vez de – tal y como nos dicho siempre – con el comercio europeo de esclavos o los sistemas de plantaciones en el sur de los Estados Unidos, Caribe o el Brasil (por no mencionar el Congo, la India y…)
Guerra y conquista, rivalidad para hacerse con los recursos y el comercio, migraciones laborales y colonización de nuevos pobladores fueron -factores -entre otros – que incrementaron las relaciones hostiles entre grupos étnicos y dieron lugar a la institucionalización de las jerarquías étnicas y raciales legitimadas – siempre – por algunas ideologías religiosas (que, en realidad, poco o nada tienen que ver con las enseñanzas de sus fundadores).
Ni que decir tiene que, la teoría de las razas, no tardo en verse secuestrada por diversos intereses económicos y políticos para ser utilizada como un arma ideológica de dominación. El imperialismo europeo y la expansión colonial en Africa y en Oriente Próximo se verán así justificadas por teorías “científicas” de la raza. La pretensión moral de la “carga del hombre blanco” para civilizar a los nativos y decirles lo que conviene hacer o lo que no sin ninguna consulta de por medio – al estilo de lo que hacen los padres con los hijos – está a la orden del día y ampliamente aceptada.
Es fácil que, por ese camino, pasen cosas como que confundan a una bebita con una muñeca o que las impotentes escribidoras escribamos – valga la redundancia – comentarios tan obvios como este cuando lo único que serviría de verdad sería una suerte de alzamiento tan bien llamada revolución. Basta ya de explicaciones y de análisis. Es evidente que no se puede razonar con las piedras (léase los intereses creados, los gobiernos en general o las derechas en particular). Es inútil. Acabar con el racismo no es una cuestión de derechas o de izquierdas es una cuestión de humanidad, de ser humanos. Y parecerlo.