¿Y si se levanta el embargo a Cuba?
||por DIEGO COBO, periodista en cooperación y reportajes de viaje, ha vivido en Cuba||
Quizá uno de los sentimientos que más pinzan los nervios sea el de la nostalgia, que en Cuba ocupa dimensiones colosales.
Cuba es nostalgia.
Cuba es nostalgia: los de adentro, los de afuera, los que vienen, los que se van.
Nadie queda al margen de unas ráfagas que apenas tienen filtro.
Unos añoran lo que nunca tuvieron, otros lo que dejaron atrás. Y todos, su patria: la que de algún modo sienten que se les escurre por los bordes de su identidad.
Tras el anuncio un nuevo rumbo en las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, dos países que se han mordido los huesos más allá de la mera palabrería, en La Habana celebran una cuña de esperanza que se cuela por las persianas que se cerraron hace quizá ya demasiados años.
Cuando yo llegué a La Habana por primera vez, con la amable bienvenida de una funcionaria y la urgencia de quemarme con su realidad, conseguí algo que rara vez uno consigue: una templanza a prueba de prejuicios y un aislamiento de la artillería informativa poco amable en un país cuyo pecado para el resto de Occidente -no nos engañemos- es ser diferente.
O comunista, o marxista, o leninista, o castrista. Qué más dará eso: qué más nos dará quién gobierne una vieja colonia tostada por los destellos del trópico.
En Cuba quieren a Estados Unidos más de lo que pensamos (También a España).
¿Qué tiene que ver los orígenes de una promesa, la de 1959, con nosotros?, piensan los jóvenes, nacidos en un sistema que les ofrece algo que quizá no ofrecen otros países pero que les niega pronunciar muchas de sus voluntades.
Y esas son unas fronteras que en un mundo donde la idea de democracia -aunque luego pierdas la casa, y el trabajo, y a los jóvenes, y la resistencia pacífica…- fundamentalmente se basa en la pluralidad de partidos políticos. Y Cuba solo tiene uno.
Los jóvenes ansían unos aires consumistas que respiran de sus parientes de Miami, de los turistas y viajeros, de las noticias de un exterior que cada vez se vuelve más cercano y así, por el simple hecho de la comparación, maldicen no imitar.
Tampoco sería exagerar si se afirma que Cuba también es un país agotado, exhausto, harto de un ombliguismo impuesto del que el país, en gran medida, ha responsabilizado a Estados Unidos y a su bloqueo.
Muchas personas se preguntan que, si se abriera la veda, ¿qué pasaría? Es temprano aventurar el misterio en una isla cuyas vallas de propaganda anuncian que la tarea fundamental ahora es la economía.
El VI Congreso del Partido Comunista del 2011 que parió los llamados “Lineamientos de la Política Económica y Social” apuntan en esa dirección acuciados por una economía asfixiada, dependiente económicamente de las remesas y de Venezuela, y con un Estado del que poco a poco están descolgando a un millón de funcionarios.
La ley de cuentapropismo del 2010, que permitió la apertura de negocios privados, supuso algo más que una ley: era el inicio de una nueva relación con el dinero en un país socialista; contradicciones de los tuétanos de un sistema con su realidad económica y su supervivencia.
¿Y su reapertura política? Veremos.
El paso dado ayer tiene unas implicaciones históricas que se remontan a finales del siglo XIX. La explosión del Maine por parte de los americanos como pretexto para controlar Cuba fue el inicio de una relación de los norteamericanos con un país que no acabó nunca de ser independiente del todo ni siquiera cuando en el Castillo del Morro, en la bocana de la bahía de La Habana, ondeó la bandera cubana: ahí estaba Estados Unidos moviendo los hilos.
La máxima expresión del compadreo entre una oligarquía local y el embajador americano en la isla aumentó hasta niveles delirantes en los años cincuenta, cuando el capital norteamericano y la Mafia -Meyer Lansky a la cabeza- controlaron a un ya corrompido presidente Batista.
Éste, tras largarse precipitadamente de Cuba con el traje de gala de Nochevieja puesto el 31 de diciembre de 1959, se dejó en su despacho una propina de varias decenas de millones de dólares.
Y ese orgullo de sacudirse a Estados Unidos fue el orgullo de ser cubano que se amplificó tras el triunfo de la Revolución; un hecho que ya queda demasiado atrás para seguir recurriendo a ella como símbolo de unión y a un presidente, Raúl, que ya no es aquel Dios bajado del Orienten, Fidel, para devolver al pueblo un orgullo históricamente arrebatado.
Si el pueblo cubano ha aguantado las tempestades apretando los dientes, la noticia del diálogo de los dos presidentes es un alivio y una esperanza de un país ansioso por la temporada de patatas dure más que una semana al año, por tener buenos teléfonos móviles y no hacer carambolas para poder ir a la moda.
Personalmente creo que el extranjero tiene una incapacidad biológica para meterse en el pellejo de un cubano que sobrevive a base de contradicciones e inventiva. Y solidaridad.
Una de los malos augurios para Cuba es que siga el mismo rumbo del que nosotros ya estamos pasados de vuelta.
¿Por qué imitar un modelo basado en el derroche, las apariencias y el individualismo que rasca lo obsceno?
El último bastión de la solidaridad y la dignidad se mantiene, en buena medida, porque el dinero aún no ha reventado los lazos en un lugar donde el estatus y el valor no se miden por lo monetario… de momento.
Pero, ¿no tienen derecho a elegir ese camino? Y sobre todo, ¿quién echará la culpa al imperio cuando no haya un imperio con los dientes en la garganta de la isla?
DIEGO COBO. Periodista enfocado en temas sociales y cronista de viajes.
Suele publicar en diferentes medios, desde revistas de viajes como Travesías a diarios nacionales como El País o El Mundo.
El último año lo ha pasado en Cuba, donde se ha adentrado en los rincones menos turísticos.
Su último proyecto ha sido la vuelta a Alaska en bicicleta. Allí ha estado con pilotos de avionetas, buscadores de oro y demás personajes casi imaginarios. De casi todo deja constancia en su blog www.dcobo.com
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