“Las víctimas de los bombardeos son nuestras victimas”: nada recuerda al Gernika de Cantabria
El pasado mes de marzo, la historiadora y escritora Esther López Barceló presentó en La Vorágine su libro ‘Cuando ya no quede nadie’, y durante la presentación narró el bombardeo aéreo en el mercado de Alicante, durante la Guerra Civil.
La memoria colectiva llevó a la cabeza de los presentes, inmediatamente, al mayor símbolo de los horrores de la guerra ( el bombardeo, en pleno día de mercado, por parte de las aviaciones italiana y alemana, aliadas del bando nacional que dio el golpe de Estado), del pueblo vasco de Gernika (historia ya de la cultura universal gracias al desgarrador cuadro de Picasso, el más buscado en el Reina Sofía) Porque de algún modo, todos los pueblos y ciudades tienen su Gernika.
En Santander se aprende prácticamente por ciencia infusa lo que sucedió en el barco Alfonso Pérez. No es para menos: una placa recuerda a las víctimas en la Catedral y hace dos semanas se refirieron a él en el Parlamento de Cantabria los portavoces políticos que quieren derogar la Ley de Memoria Histórica y Democrática, por considerarla “sectaria”, en un anuncio que ha propiciado la creación de una plataforma social y ciudadana para evitarlo.
El desequilibrio en el relato público no sólo afecta al recuerdo del Alfonso Pérez, sino que el camino por el que quienes se ampararon en esos ejércitos se llama en honor al militar que les lideró, el General Dávila, que sustituyó al verdadero nombre “de toda la vida”, el Paseo del Alta. Incluso en el refugio militar antiaéreo que puede visitarse en Santander hay referencias a los pilotos desde cuyos aviones se lanzaron bombas que impactaron en la población civil.
Nadie, en cambio, se acuerda de Ángeles Fernández Otí, que tenía nueve años cuando en diciembre de 1936 se produjo el bombardeo en el Barrio Obrero del Rey (zona Porrúa), una niña que no pudo salir a la calle y hacerse fotos con traje el dia de su comunión porque los tiempos en que pasan las cosas importan y hacer la comunión en junio del 36 significa que ya nada era normal.
Esa falta de recuerdo, de memoria, le dolía en especial a su hermana Elena, un año mayor )97 años ahora), que cuando visita Ciriego limpia las tumbas de sus hermanos, pero no la de su hermana, que está en el osario. “María Ángeles no tiene lápida”, repite año tras año. Su nombre no salió en la lista de víctimas en la prensa e incluso una recopilación de un referente en la investigación de la memoria colectiva y olvidada como es José Ramón Saiz Viadero, que investigó el suceso, no salía su nombre completo.
La historia era una de esas que suenan en las familias y que escuchaba recurrentemente su yerno, Eugenio Cordero, profesor de Historia, quien empezó a explorar el estudio de la historia a través de la perspectiva de las víctimas a raíz de distintas experiencias (entre ellas, la muerte de la mujer de su hermano en los atentados del 11-M).
Y se empeñó en fijar la memoria de las víctimas del bombardeo en el Barrio Obrero, trasladando la petición tanto a los responsables de Ciriego, como a la alcaldesa de Santander o los anteriores responsables de Cultura, sin encontrar más apoyo que el de la asociación Héroes por la República, que está abanderando la reclamación.
Y eso que es una reivindicación totalmente transversal porque, recalca, si algo está claro es que las víctimas de los bombardeos aéreos sobre la población civil “son nuestras víctimas”, porque “los bombardeos no discriminan ni izquierdas ni derechas”, de forma que en la zona había gente trabajadora.
Pero en la misma zona vivía en una finca el que fuera alcalde de Puente Viesgo durante la dictadura de Primo de Rivera, que acudió a refugiarse a la fábrica de curtidos de Mendicoaugüe, hoy un tranquilo parque en el que juegan niños sin nada recuerde que allí hace décadas hubo una fábrica a la que la gente huyó para esquivar las bombas que vomitaba el cielo.
Eugenio también cita otra víctima de los bombardeos, un carpintero al que llamaban Blasio el Falangista.
Su relato traza una geografía que da para mirar la ciudad desde otra perspectiva y en la que cuesta visualizar, como recientemente vimos en un documental y en imágenes difundidas por Alberto Santamaría (que ha investigado el campo de concentración de La Magdalena), a la aviación nazi sobrevolando el Palacio, sede de los cursos de verano que empezaron por inspiración republicana y bajo el auspicio de la Institución Libre de Enseñanza , luego renombrados como UIMP.
Hubo muertos en la calle Guevara o en el Río de la Pila. En el Barrio Obrero, donde empezaron apuntaron al Economato, mataron a quienes corrían hacía la fábrica e incluso arrojaron una bomba en la finca de Las Carolinas –sede hoy de la Asociación de Hostelería, escenario de la última novela de Conchi Revuelta ambientada justo en los años previos-, donde había una antena de radio-.
De las casi cien víctimas de los bombardeos, 68 se produjeron ese día y 35 fueron en el Barrio Obrero. Porque resulta que sí, que Santander también tiene su Gernika.
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