La valla mágica: las concertinas de la calle
Ha aparecido, de repente, de la noche a la mañana, en ese trozo de calle que empieza en el Arrabal y te lleva a Santa Lucía o el Río de la Pila, en lo que un día fue un Caja Madrid y uno siempre piensa que alguna vez hubo un mercado, una valla.
No es una valla cualquiera: hay I+D+i respecto a las verjas primigenias, las de Isabel II, que consiguieron proteger a unos comercios cerrados de unos robos imposibles (ya no hay nada que robar dentro, el rentista ya había exprimido todo lo posible) y, sobre todo, de algo peor: la presencia de personas sin techo, que dormían en el, digamos, vestíbulo de antes del interior del local, y que se nos presentó como el principal problema comercial de esa calle.
Que no nos despistaran las cadenas hosteleras o las tiendas que funcionan en esa misma calle, y no busquéis más allá: no pasa nada con las grandes superficies, el comercio electrónico, las subidas generales de precios, el empuje de la turistificación y la voracidad rentista (en Santander, valga la redundancia): el problema del comercio en esa calle eran los sin techo.
Y así lo entendió el Ayuntamiento que, consciente de que ya había quemado los cartuchos del bono comercio, las acciones de calle, el Centro Botín, las ayudas y la promoción, apostó por su última bala de política comercial: poner vallas para expulsar a esas personas del centro que, lo dice la historia, no es para cualquiera.
Ojo, esta valla es como Dios manda: no se alza sobre el suelo, sino que se extiende de pared a pared, brotando de ella misma, más segura, más firme, como una promesa de ser inexpugnable.
No es mecánica, ni siquiera tecnología: en realidad es magia. Las vallas tienen el efecto de hacer desaparecer a la gente. ¿Dónde está quién dormía ahí? ¿Dónde fueron los de Isabel II, a quienes los que conocen la calle, o simplemente madrugan, detectaron días después en la Porticada? Nuevamente, no podía ser: el eje del poder en la ciudad, diseñado así desde el fundacional 1941, el año del incendio y de la expulsión de las clases populares del centro para hacer hueco a las nuevas élites, tuvo que volver a recordar las normas: aquí, no. Y mucho menos ahora que los arrabales son espacios atractivos, en una segunda ola turístico-hostelera, la de los carteles bonitos.
Pero, ¿dónde, entonces? ¿Han recalado en el centro de acogida de Candina? (pura ciudad orgánica, lo que sobra, bien lejos) No puede ser, porque sus propias normas limitan no sólo los días sino muchas de las circunstancias que atraviesan quienes viven (es un decir) en la calle. ¿Están en el centro de bajo rendimiento anunciado para la zona de Guevara? No puede ser: el Ayuntamiento cedió a la presión y ese proyecto no existe. ¿Puede que estén en el nuevo espacio de la Cocina Económica? No parece: está pensado para entre 20-35 años, y esa frontera quedó atrás hace mucho ya para algunos. ¿Housing first? Parece pronto para lo que de momento suena a objetivo.
¿Dónde están, no se ven? Si en Isabel II se interpretó la expulsión de las personas sin hogar como política comercial, en los viejos arrabales parece que la expulsión comienza a a ser política urbanística. Todavía hay margen para mejorar: siempre se pueden exportar del Puerto las concertinas.
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