(Sin) Verdad, justicia y reparación
Que ante un proceso duro o traumático hace falta verdad, justicia y reparación es algo que no tienen claro sólo los organismos internacionales de derechos humanos o los expertos en derechos. Lo tuvo claro el propio franquismo: la dictadura militar cerró sus propias heridas recurriendo a ese triángulo.
Escribió su verdad a través de lo que se llamó la Causa General, una profunda investigación (sic) de los crímenes que achacaban a sus rivales políticos (en la que, por cierto, se rebajó a categoría de leyenda urbana un hecho ampliamente difundido todavía hoy en la memoria colectiva local, lo de la gente a la que se tiraba por el faro, de lo que el propio franquismo, interesado en señalar a sus rivales en la guerra, no encontró rastro).
(Verdad): Esa verdad se impuso en los medios de comunicación de la época (da pudor decirlo, pero en una dictadura en los medios no hay opiniones críticas porque hay, hubo, censura), se repitió como lección en las escuelas y se convirtió en dogma en los sermones que daba una omnipresente iglesia católica, durante todos esos años, parte activa del régimen. La verdad franquista se esculpió en las calles y plazas, llenas de nombres de militares o víctimas de ese bando fallecidas, o ensalzando figuras del régimen. Nuevamente da pudor, por obvio, decirlo: poner el nombre de una calle no es poner un capítulo de la historia, sino ensalzar (la prueba de algodón es cuando fallece alguien que se considera que ha hecho algo destacable y se pide que se le ponga una plaza o calle en recuerdo, nadie se la imagina en referencia a personajes nefasto de la historia), y en cualquier caso, hay que recordar también, fueron autohomenajes. ¿Os imagináis a Pedro Sánchez o María José Sáenz de Buruaga poniéndose nombres de avenidas hoy, en 2024? Pues eso paso con, por ejemplo, la estatua de Franco que no hace tanto estaba en la Plaza del Ayuntamiento de Santander y que no se quitó por convencimiento de que no podía ser, sino porque se remodeló la plaza.
(Justicia): A la verdad le seguía la justicia, es decir, las condenas. Y nuevamente hay que decir que si la justicia ahora parece politizada, la justicia de una dictadura con militares y armas mandando podría ser legal, pero no justa. Se condenó a quien se consideró responsable: a cárcel, a garrote, a fusilamientos, incluso a destierros de sus ciudades. Y había condenas que no tenían por qué pasar por una sala de vistas: un silencio social, una prohibición de ascender. Unas condenas no sabemos si peores, pero con un grado extra de injusticia, pues se extendían a las siguientes familias, como sabe cualquiera que tuviera que rezar para que se olvidara que su padre, su abuelo combatiera por la República o simplemente fuera el otro tipo de enemigo público, los maestros.
(Reparación) Y quedaba la reparación, es decir, indemnizaciones, ayudas, en sentido amplio también, con las pensiones y el sistema de reconocimientos económicos, pero también los premios en forma de trabajos –insistimos, en un momento de control social total por parte de la dictadura– o ascensos sociales como forma de ayuda. Nuevamente, para los familiares directos, pero también para los descendientes.
LA FÁBRICA DE VÍCTIMAS Y EL DESEQUILIBRO NARRATIVO
Todo eso pasó durante décadas y pasó otra cosa: no sólo se hostigó a familiares y descendientes de quienes defendieron a la República, sino que se crearon nuevas víctimas. Cualquiera que (recordamos, dictadura militar, esto es, gobernantes con armas) hiciera un asomo de crítica al régimen, fuera en medios, calle, fábricas o universidades se enfrentaba, como mínimo, a un par de días de calabozo. Del como mínimo se escalaba hacia un mundo de gradaciones que implicaba palizas o exilio (y la migración de los pobres a Alemania, Francia o Suiza, aquellos menos politizados porque estaban a la mera supervivencia económica, aquellos para los que no había milagro económico porque no estaban en la órbita de los ganadores, no dejaba de ser una modalidad de exilio).
Durante décadas se fabricaron nuevas víctimas y la muerte del dictador y los pasos hacia otra cosa, las elecciones, la Constitución, el país pintándose de colores en lugar del asfixiante blanco y negro, los cambios de gobiernos, la memoria reciente, todo eso, fue consagrando el desequilibrio. Nunca era el momento de quitar los nombres de las calles (en Santander ahí siguen), buscar sepultura digna en un cementerio en lugar de en una cuneta era remover el pasado (decía incómodo a quien le incomodaba que removieran el suyo) y poco más.
De eso hablan las leyes de memoria democrática, como la que se acaba de derogar este lunes en el Parlamento de Cantabria por un PP incómodo con el recuerdo del desequilibrio de origen y un Vox orgulloso de ese desequilibrio: de sustituir la memoria franquista (su verdad, su justicia, su reparación) por un relato que integre a la parte de la población a la que se hostigó durante décadas y que no se benefició del sistema de ascensos sociales y económicos que sí tuvo una parte de las familias españolas. Eso consagró unos desequilibrios de origen que se han intentado corregir tímidamente (con menos fuerzas) desde la acción de la sociedad civil, desde el mundo de la cultura, desde algunas instituciones en algunos momentos, manteniendo vivos legados que corrían el riesgo de ir palideciendo hasta desvanecerse. Seguirá teniendo que hacerse desde ahí la búsqueda de una verdad, una justicia y reparación a la que algunos le dieron tanto valor que se la reservaron para sí mismos en exclusiva durante generaciones y generaciones.
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