Gaza, donde las nubes lloran y el sol se enfada

La enfermera cántabra Rocío Simón, que estuvo hasta el pasado mes de diciembre trabajando en Palestina, explica en una charla en Smolny que con el alto el fuego la población comenzará a "darse cuenta de lo que les han arrebatado y las personas que han perdido"
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El momento en que los y las habitantes de Gaza vuelven a ver lo que queda de su tierra tras el alto el fuego que ha parado de momento las bombas sobre sus casas, colegios, hospitales e incluso campos de refugiados parece también un buen momento de hacer balance de todo lo que ha supuesto para este pueblo el recrudecimiento de los ataques que, basta escucharles o repasar la historia reciente y pasada, no empezaron hace un año.

Mientras medios y redes ofrecen imágenes de largas filas de población civil haciendo cola para atravesar la tierra rumbo a lo que eran sus hogares o de reencuentros con amigos y familiares a los que llevaban meses sin ver, con la incertidumbre de si seguían vivas, “ahora empieza otra guerra, su guerra personal por reconstruir todo y darse cuenta de lo que les han arrebatado, las personas que han perdido”, explicaba el pasado viernes en el Centro Social Smolny (calle Santa Teresa de Jesús) la enfermera Rocío Simón, que ha trabajado hasta el pasado diciembre sobre el terreno en Palestina.

Allí describía un panorama marcado por el incumplimiento de las leyes de la guerra y en el que todo suena a distopía, a escenario “apocalíptico”. Un ejemplo, la franja está dividida en un cuadrante de números, y es habitual que “de pronto”, muchas veces en plena noche, reciban un mensaje en el móvil en el que se les advierte de que los habitantes de determinado cuadrante deben huir y dirigirse a la zona segura, “por su propia seguridad”, ya que donde están será objeto de ataques.

La expresión “cárcel a cielo abierto” cobra todo su sentido con la descripción de un lugar del que “no se puede salir”, con el riesgo de recibir disparos si se intenta, donde para entrar sólo se puede hacer si se tienen las cosas que figuran en el listado aprobado y donde se generan largas colas de furgonetas para acceder.

El genocidio que viven marca su día a día: están habituados al sonido diario de las bombas y las demoliciones, y todo el mundo ha hecho una decena de mudanzas, entendiéndose mudanza como coger lo que entre en las manos para poder huir cuando toque. Que toca: ella misma recordaba cuando fueron los vecinos del pueblo los que avisaron de que tocaba evacuación al hospital en el que trabajaba, donde “no había visto más amputaciones en mi vida” y donde comprobó cómo se mete la metralla en lo más hondo de la carne humana.

Otro sonido recurrente es el del dron, que tienes “todo el día en la cabeza”, y que no sólo vigila, sino que puede disparar y es el mecanismo que se utiliza para prender fuego en las tiendas de campaña de los campamentos de los refugiados, mientras los cazas pasan “súper cerca” porque “ningún lugar es seguro” y lo que viven es un “maltrato  continuo”.

Conseguir comida es algo aleatorio, unas veces se dejan entrar unos productos y otras, otros, mientras el ejército israelí bloquea camiones a la entrada y deja la comida que transportan “pudriéndose al sol”.

Son lugares en los que “no queda nada” y todo está derruido. Nueve de cada diez han perdido su casa, y la vida se abre paso entre ruinas en las que asoma tendales, mientras profesores intentan reconstruir lo que tenían, dando clases en la calle.

Porque pese a todo, Rocío quiso describir la parte positiva, “una comunidad vibrante que ama vivir”, que están “aferrados a su rutina” con una “fortaleza” y “resistencia” que les lleva a desarrollar acciones para ayudarse o “transformar el dolor en esperanza” a través del arte. Su hospitalidad y empatía les lleva, por ejemplo, a preguntar a los españoles si su lugar de origen fue afectado por la DANA.

Los números son terribles: una población equivalente a cuatro Cantabrias forzada a concentrarse en espacios reducidos en el centro de un territorio donde se ha lanzado el equivalente a cinco bombas nucleares y destruido el 95% de los edificios residenciales. Le da “rabia” que “sólo sean números”, y piensa más en las secuelas, no sólo físicas, con las que crecerán unos niños “que están viendo cosas que ningún niño debería ver”. Y esgrime un dibujo realizado por uno de ellos en el que asoma todo lo visto: militares israelíes, túneles, y, lo más desolador, sobre el cielo, una nube llorando, un sol negro, casi enfadado.

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