Las manos que hacen la anchoa
Las cinco de la madrugada pero Beatriz aún no ha dormido. Las cinco de la madrugada y ya no sabe si es hora de acostarse o levantarse de nuevo. Las cinco de otra madrugada de salitre y mar. Mientras se lava las manos busca en ellas el camino de vuelta a una caricia en el aire. Nunca quiere despertarles. Lo deja todo preparado para cuando se levanten.-Que duerman un poco más, ahora que pueden…Camino de la fábrica repasa el orden del día y siempre llega a la misma conclusión: 24 horas nunca son suficientes…
Este podría ser el comienzo de una de esas historias que se van a contar en el libro “Sobadoras de anchoa, historia de mujeres de Santoña”. Una de esas Historias de mujeres de la mar, de rederas de un pasado deshilachado en un presente hecho de códigos de barras y comida rápida.
Proyectos que buscan visibilizar y dignificar formas de vida que mirábamos con ese “complejo de pobre” que evita que nos fijemos en lo que tiene verdadero valor. Tradiciones hechas de día a día, de sabor a mar y arenal de mimbre, de ojos cansados y manos encalladas, de días interminables y olor a pescado como segunda piel.
Una cultura popular zurcida, generación tras generación, en todos esos pueblos marineros que miran hacia adelante sin perder de vista el horizonte. Que se resisten a verse reducidos a parque temático y tienda de productos típicos. Que se empapan de esa mar que tanto les ha dado y quitado a la vez. De esa mar que corre por sus venas rompiendo en marejada porque es algo más que un sustento, es una forma de vida. De esa mar en femenino “La Mar”, que a medida que te alejas se transmuta en Él (mar) -como si fuera brújula sin norte de la geografía emocional en la que nos educan-.
Formas de vida que chocan contra el arrecife del mercado, de los precios, de la crisis, de la carestía, de las cuotas, de los meses sin salir a la mar para que se recupere de tanta embestida. Treguas, que dejan en el paro a muchos marineros, donde la figura de la mujer se reivindica imprescindible para la economía familiar. Los niños, la casa, los abuelos, en muchos casos, todos girando alrededor de esas manos que tejen redes, que desalan atún, que soban las anchoas…
Parte de ese coraje cotidiano, necesario para sobrevivir en un medio cada vez más hostil, donde se impone la máxima de “siempre habrá quien lo haga más barato”. Y así, poco a poco, el fantasma de la deslocalización. Más horas por menos dinero, más trabajo acumulado en las ojeras, en los surcos de unas arrugas convertidos en cauces de la mar salada cuando una blasfemia asoma a su boca.
Es el día a día de una sobadora de anchoas: Ellas son las manos que hacen la anchoa, manos de mujeres que tienen mucho que contar. Porque La anchoa son las manos dice Natividad Torres: Aquí trabajaba mi madre y yo empecé en la fábrica por ella. Entraron primero mis dos hermanas mayores y luego entré yo. Luego mi madre ya se jubiló. Y aquí han trabajado mis hijos también. Por mi parte son tres generaciones: mi madre, mis hijos y yo. Además mi marido ha sido muchos años marinero. He vivido la anchoa desde pequeña.
Una forma de vida arraigada en la tradición heredada para un presente donde parece que todo va demasiado deprisa menos esas manos que hacen la anchoa. Manos que ven pasar el tiempo entre sus líneas de la vida, manos que tejen caricias de madrugada para calmar la fiebre de un bebé que llora, que arropan la medianoche cansada de tantos días a cuestas. Manos que saludan desde el puerto, con la incertidumbre repetida en cada despedida, con la mirada buscando el camino de vuelta, con la esperanza enredada en una red. Manos para decir adiós, para dar la bienvenida. Manos que se revuelven nerviosas en el delantal cuando asoma tormenta, cuando la mar se enfada, cuando golpea, cuando el silencio grita, cuando esperar significa no saber nada, cuando el faro parpadea, cuando el reloj alarga tanto las horas que parece que no pasan nunca, cuando el silbato de la fábrica se confunde con la bocina del barco. Manos que envuelven el tiempo y la mar, la distancia y el recuerdo. La felicidad y el dolor. Manos que recogen el viento en su pelo. Manos que no tienen dueño.
Manos donde se escriben historias de mujeres anónimas, luchadoras de batallas cotidianas, casi nunca reconocidas, casi nunca valoradas como es debido. Manos cubiertas por demasiados desvelos, demasiados madrugones, demasiadas horas en pie frente a la máquina o mirando al mar, demasiadas recortes y despidos, demasiadas desaladoras de lágrimas para sacar una sonrisa. Manos que se levantan contra un progreso que quiere hacer de ellas apéndices mecánicos a miles de kilómetros. Manos cubiertas de fuerza, de esperanzas, de proyectos, sueños e ilusiones, de recuerdos, de nostalgias, de sabores y sinsabores. Son esas manos, las manos que hacen la anchoa. Manos llenas de DIGNIDAD y FUTURO.