Salir del fuego, caer en las brasas
6 de enero del recién “estrenado” año. Más de 30.000 personas abandonaron con sus escasas pertenencias, debido a la violencia que una vez más devoraba a la República Centroafricana, con rumbo al vecino Chad.
Todo esto sería “normal” (si es que así se puede considerar al terrible flujo de refugiados -no migrantes, deberíamos de distinguir entre ambos términos-), de no ser porque la población que abandonada el primer país se dirigía hacia un estado cuyas violaciones repetidas de los derechos humanos eran y son una constantes desde los últimos cinco lustros del pasado siglo.
Primero, bajo el puño de hierro del aliado anticomunista Hissène Habré -condenado a fines de 2016, por el tribunal especial de Senegal, por crímenes de lesa humanidad, cometidos durante su mandato de 1982 a 1990-.
Desde ese último año, hasta fecha actual, por el francófono y niño mimado de la Organización de Estados Africanos, Idris Déby. Antes, un paria aliado de Muammar el Gaddafi. Hoy, un poderoso aliado en la lucha contra Al Qaeda en el Magreb Islámico.
¿A que se debe esa migración del estado del sur a su vecino del norte, una autocracia en toda regla? Básicamente, desesperación. Los últimos informes del Comité de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), hablaban de “pueblos reducidos a cenizas, ejecuciones, secuestros y ataques indiscriminados”.
Esta vez las milicias beligerantes, son las conocidas como “Revolución y Justicia (RJ)” y el autodenominado “Movimiento para la Liberación de la República Centroafricana (MNLC)”.
Una vez más, un país nacido en la más descolonización, ha pasado a ser un estado fallido. La República Centroafricana obtuvo su independencia de la Administración Francesa en 1960. Sus abundantes recursos naturales y minerales (petróleo, fuerza hidroeléctrica, uranio, oro, diamantes) no han evitado que el 87% de su población viva por debajo del umbral de la pobreza, convirtiéndolo así, según los índices de desarrollo humano, fechados en 2016. en el país más pobre del mundo.
Principalmente, un golpe de estado, acaecido en marzo de 2013 y que llevó al exilio al presidente François Bozizé, dio pie a un repunte de la violencia; junto a un reinicio de la siempre latente -y nunca terminada- guerra civil que asoló el país en los años 90 del siglo pasado.
A ello hay que unirle que por primera vez, en dicho conflicto no pesó el componente étnico/tribal, si no el religioso. Siguiendo la triste estela de enfrentamientos interreligiosos vividos en Nigeria y Kenia principalmente, la capital del país (Bangui), se vio teñida de cadáveres por los asaltos y choques entre la comunidad cristiana (55%) y musulmana (36%, el resto de los credos del país, se adscriben a fes animosas).
Una resolución de paz de la ONU, redactada y sellada el 5 de diciembre de dicho año, permitió el envió de un contingente de Cascos Azules, para salvaguardar las instituciones y proteger a la población local del pillaje y ataques indiscriminados de las milicias. La abogada y alcaldesa de Bangui, Catherine Samba-Panza, fue elegida jefa de estado interina de un Gobierno de Transición y Unidad Nacional, hasta la celebración de elecciones presidenciales. La victoria de Faustin-Archange Touadéra no evitó un nuevo descenso al caos más absoluto.
Ni el acuerdo de paz del año 2015, auspiciado por la ONU y la Unión Africana, ni el nuevo parlamento, han conseguido lograr la paz. Unido al factor de choque religioso, nuevamente, en el continente desangrado, surgen atrocidades harto conocidas: desapariciones forzadas, asesinatos extrajudiciales, uso de niños soldados y armamento prohibido (bombas de racimo, minas…), junto a la tristemente conocida violencia sexual contra mujeres.
Llegando a extremos tan nauseabundos, como los informes de Amnistía Internacional, que hablan de canibalismo ritual, contra la minoría fulani, principalmente. Y no son pocos, los que hablan de que se puede estar desarrollando “una nueva Ruanda”. Mientras tanto, los 5.000 muertos y 30.000 desplazados internos/externos, no han sido mencionados por ningún país u organismo occidental. Ni probablemente, lo sean a corto, medio, o largo plazo.