La escalera
No sabría decirte las veces que me he esforzado por no ver como normal la situación que estás viviendo. Es esa capacidad de normalizarlo todo que tenemos, de inocularnos la rutina vestida de indiferencia o de cualquier tipo de sentimiento que no nos enfrente a lo que realmente está pasando. Cuando lo que sientes se muestra desnudo no necesitas vestirlo de nada y, sin embargo, me empeño en echar tantas capas como cartones cubren ahora tu cuerpo.
No sé cuántas veces tu olor se ha mezclado con el humo y el sudor de las prisas, de las ciudades, de los coches, de las camas a medio hacer, de las vidas a medio hacer, de ese todo por hacer que no nos deja vivir nada como se merece. Como si no tuviéramos tiempo para vivir, y se nos fuera la vida en el intento. Y quizás por eso nos protegemos y nos encapsulamos, nos ponemos el traje de todo va bien, de todo es normal, incluso lo que no lo es. O relativizamos tanto todo para que pese lo mismo la bota en la cabeza que la cabeza bajo la bota. Total la posmodernidad nos enseña que la bota también sufre rozando el cráneo del judío. Y joder cada suela cuenta, cada cordón también, además, qué coño hacías en su camino, la culpa la tienes tú por ponerte en mitad. No sé si llevado al extremo a ti te pasa lo mismo. Sí la culpa la tienes tú por ponerte en mi camino, porque tu mera presencia me obliga a pensar en estas cosas, a enfrentarme a ellas. Cuanto mejor estabas en la periferia. Y de esa manera te voy llevando a la periferia de mis pensamientos hasta dejar de pensarte, de sentirte. Hasta no verte.
Y es que no sé por qué te tienes que poner ahí cada día como si quisieras recordarme que estoy haciendo algo mal. Como si no hubiera más lugares. Y por más que busco y rebusco en mis bolsillos no encuentro la medida de la justicia en la calderilla que palpo con mis manos. Dejo la mano dentro encerrando una moneda de un euro en el puño. Pero, joder, eso es demasiado. Mientras dudo en qué hacer con la moneda, -no creo que tengas cambio-, en una marquesina veo la oferta de Navidad para la casa en Europa del ratón más conocido del mundo. Y me indigno por tener que hacer malabares en mi mente para poder comprarme el próximo billete. Qué injusto es no poder tener el dinero suficiente para ser feliz, me digo mientras me alejo de tu lado con el euro metido en el puño y el horizonte de un billete demasiado caro para malgastarlo en ti. Además escucho como de tu casa de cartón sale el ruido de ratones mordisqueándolo todo. Tú ya tienes tus propios ratones sin necesidad de viajar a ninguna ciudad francesa.
Es que te empeñas en recordarme que hay algo aqui que va mal, como si mi vida te debiera algo, como si tuviera que sentirme culpable de lo que tengo. Y así, poco a poco, la mirada de condescendencia se convierte en mirada de rechazo, incluso me enfadaré contigo por no levantarte de ahí, por pasarte las horas muertas mientras yo me rompo la cabeza y el amor propio en buscar un curro que no tengo, en una vida que no tengo, una estabilidad que no tengo, un futuro que me están arrebatando. Y como tú estás más cerca te echaré la culpa a ti, mientras tú no entenderás nada y me mirarás incrédulo sin saber qué es lo que pasa. Sin saber en qué me puede molestar tu presencia, sin saber a qué viene esa mirada de lástima, de indiferencia, de desprecio, de rechazo, de acusación, a qué vienen esas palabras esos insultos, esas patadas, esa paliza. Tal vez no haya hecho aún ninguna de esas cosas, tal vez no las haga nunca, tal vez no sepa en qué peldaño de la escalera estoy.
Enciendo la radio y escucho como frente al ayuntamiento, en las escaleras que dan al Espacio Joven, la persona que estaba durmiendo y viviendo entre cartones ha sido recogida por una ambulancia, nadie sabe exactamente que ha sucedido, tal vez el frío del invierno que empieza a golpear nuestras gargantas, tal vez una pelea, una agresión, tal vez una mirada, tal vez una palabra, tal vez esa nada que nos envuelve cada vez que pasamos a su lado. Tal vez la puta indiferencia.
Hoy de camino al trabajo acelero un poco el paso para ver si sigues ahí. Para comprobar si la noticia de la radio se refería a ti. Al llegar te veo en el mismo lugar de siempre, con la mirada clavada en el suelo y sobre los cartones, recogido entre mantas. Aún sigues ahí me digo mientras respiro aliviado, como si me hubiera quitado un gran peso de encima. Debí de entender mal la noticia. Subo las escaleras que dan a la cuesta del Hospital. Y aún no sé en qué jodido peldaño de la escalera estoy.